28 de febrero
Es la política andaluza –aún más que la nacional- un páramo deshabitado de liderazgo donde cualquier individuo –o individua- mediocre y anodino se puede ver encaramado a lo más alto del poder con unos cuantos trienios de aparato por todo currículo.
Eso ocurre, entre otras cosas, por culpa de una ciudadanía que pocas veces ejerció como tal.
Sostiene Pérez Reverte que los únicos antídotos contra la estupidez y la barbarie son la educación y la cultura. Que, incluso, con urnas, no hay democracia sin votantes cultos y lúcidos.
Casi cuarenta años ha tenido el PSOE –nuestro PRI particular- para romper con el estigma de la Andalucía de señoritos y jornaleros, de la tierra de la miseria y el atraso, de aquella Andalucía beata y folklórica del franquismo.
Pero el socialismo prefirió ocupar las instituciones antes que reformarlas, y adocenar a aquel pueblo esperanzado del 28F, metiéndole en los bolsillos cuatro migajas y embotándole la cabeza con la televisión más reaccionaria de Occidente.
¿Quieren saber cómo era Andalucía hace cuarenta años? Pongan Canal Sur. Los mismos viejos, los mismos parados, las mismas batas de cola, los mismos andaluces por el mundo.
El pecado que nunca podremos perdonar al socialismo que nos gobierna ya más tiempo que Franco es que haya despilfarrado el dinero para fomentar el clientelismo, en vez de educar ciudadanos libres, que haya preferido repartir miseria a generar riqueza.
La gran corrupción moral del socialismo andaluz no es otra que la de haber dilapidado conscientemente el capital humano y económico de esta tierra con la única intención de perpetuarse en el poder.
La elección digital de Susana como presidenta de la Junta, con el paro en cifras del tercer mundo y en pleno escándalo de los eres, se nos quiso vender como la llegada de una nueva era.
Esa era la consigna que el socialismo andaluz repetía como un mantra: la del tiempo nuevo. A la manera lampedusiana, claro. Todo debería cambiar para que todo continuase como siempre.
Y así ha seguido siendo en esta autonomía andaluza que tanto se parece a un régimen.
En los últimos meses ha nacido -en Granada, lo que resulta aún más sorprendente- una contestación popular que no impedirá que en las siguientes elecciones los andaluces sigan mayoritariamente el seductor sonido de la flauta socialista. Dará igual que la toque Susana o su ratón chiquitín.
En mi más tierna juventud, voté andalucista. Repetidamente. Hasta me leí El ideal andaluz y otras paparruchas voluntaristas del padre de la patria.
Hace mucho que no creo en nada de eso. Ni siquiera le veo ya la gracia a esta autonomía malograda del Partido Único.
Pero en un rincón del despachito en el que escribo conservo, enmarcada, la letra de La verdiblanca, el himno ingenuo de Carlos Cano, como un guiño nostálgico a un tiempo que se marchó. Cuando aún creía en tierras sin amos y banderas redentoras.
Aquellos años en que me dejé embriagar por el incierto perfume de la flor del pueblo. El cuarto de hora que fui joven y de izquierdas.