Abril es el mes más cruel
Escribe T.S Eliot que abril es el mes más cruel, porque “mezcla memoria y deseo” y “remueve lentas raíces con lluvia primaveral”. Y es que es esa contrariedad propia de la primavera, pues a veces nos pareciera tendencia callejera y tiempo de coloquio y gentes, pero que mantiene el valor del hogar y la dualidad en lo temporal y en el ánimo personal, que es el fin del invierno.
En esto pienso mientras bajo hacia la Fuente de las Batallas y observo a los peatones acelerados que corren desde la acera de Hotel Victoria y llegan rápidamente a Correos para no ser alcanzado por un autobús número cuatro, el antiguo LAC. Veo cada uno de sus rostros bajo las mascarillas y siento que, pese a su caminar con rapidez, actúan como lentamente. Esa suspensión, acompañada de una luz tenue y como introspectiva, débil, que alumbra los periódicos y que se ausenta tímidamente bajo el toldo del quiosco, y no me deja reconocer bien la tinta, aunque sí las fotografías - Sánchez en el Moncloa, las tropas americanas retirándose de Afganistán, familias de la Yihad en los campos de Al Hol y Al Roj, o la mirada audaz y ratonil de Mario Draghi -, cuando le muestro la edición que elijo al kiosquero, y este la toma y lee el precio, y su mirada sube y baja, y su rostro se ilumina y se esconde, y yo lo percibo; es la ebriedad líquida de la memoria, propia de la primavera. Entonces le doy las gracias, bajo la calle, y veo a unos franceses que toman, en una terraza, un kebab a las doce de la mañana. Crean cierto jolgorio, y alrededor de su mesa una niña sudamericana monta en una
bicicleta rosa mientras su madre, sentada en un banco, charla quejosamente por teléfono. La niña se esfuerza por acelerar y, a la vez, mantener una circunferencia más o menos certera sobre los que en la mesa comen, dialogan, ríen. Hasta que se levanta un viento, mínimo y casi imperceptible, pero lo suficientemente fuerte como para atrapar las gotas de agua que caen de la fuente y proyectarlas sobre la pequeña ciclista e introducirse en el jugo interior de los shawarmas, y en las patatas fritas, y en los botes de salsa de yogurt y kétchup. Ellos deciden esperar a que el viento cese, mientras, con sus cuerpos cubren la comida del agua. La niña, obstinada, continúa en su perfecta circunferencia. Son dos mujeres sentadas en Puerta Bernina las que, con premura, piden la cuenta y se marchan. (“Veo muchedumbres vagando en círculos”). Entonces yo les perdí de vista, pues giré en dirección Carrera de la Virgen, evitando las gotitas que mojaban a los situados en aquel otro lado de la fuente. Pensaba entonces en la Feria del Libro y en La tierra baldía, y en la labor de los libreros. Recuerdo que, en una presentación de un poemario a la que asistí el jueves, Nani Castañeda explicó que este año se retrasaría la feria. (“Leo, buena parte de la noche, y en invierno voy al sur”). Entonces, la niña de la bicicleta rosa me adelanta y se tambalea por el suelo rocoso previo a introducirse a la Carrera de la Virgen; zozobra pero no cae. Vi que la que debía ser su madre permanecía en el banco, absorta en la conversación. Zarandeaba las manos como si le hablara al aire. Yo,
abstraído, bajaba el paseo con mi andar propio; holgado y siempre algo inclinado. ¿Qué echan ahora en el Cine Madrigal?, me pregunté. Entre nosotras, un drama romántico francés sobre Nina y Madeleine, mujeres de tercera edad que durante décadas ocultaron su amor… Leía en la pantalla de mi teléfono móvil cuando observé que la niña, tomando el manillar con una mano, con la flema propia del que está próximo al hogar o ya entra en él, cruzó el paso de peatones, introduciéndose en el patio de la Iglesia de la Virgen de las Angustias. Recordé yo aquel poema escrito junto al Cristo, “no me mueve, mi Dios, para quererte””, y decidí, yo también, entrar.
Dos parejas leían la poesía escrita a ambos costados del Cristo Crucificado y la comentaban entre ellos, una mujer mayor encendía una de las velas depositando una moneda y la niña, como si fuera un cuerpo dirigido y no libre, giraba en torno al busto de Juan Pablo II. En aquel espacio había una luz tenue, matizada por los árboles y la proyección del templo. Un cierto gris que, pareciera, unificaba el espacio y lo dominaba; narcotizaba y causaba gran bochorno a los presentes. Hacía calor, nos embebía. (“Hijo de hombre, / no lo puedes decir, ni adivinar, pues sólo conoces / un manojo de imágenes que el sol golpea”). Cuando me dirigía hacia el pilar – situado al fondo del patio, junto a la puerta – oí unos pasos apresurados detrás de mí. Era la madre de la niña que, deteniéndola en sus ya mecánicas vueltas y vueltas, la agarró del brazo y le explicó que no debía alejarse de ella, al menos hasta que fuera mayorcita, que estaba muy preocupada. Le dijo:
- Además, Daniela. ¡Fíjate qué nubes! Anda, vamos para casa. Lo rápido que se ha escondido el sol… Parecía que no, pero lloverá.