Ámsterdam, qué bonita eres
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Llevaba bastante tiempo sin salir de España, exactamente desde octubre de 2019.
Como si nos oliésemos lo que estaría por llegar después, mi primo y yo quisimos despedir la temporada de verano en Ibiza regalándonos un viaje a Bali.
Han sido dos años de fronteras cerradas, de nuevas olas, de nuevas variantes, de un paso hacia delante y cincuenta hacia atrás.
Parece que va quedando lejos, pero hasta hace dos suspiros no podía ir a mi pueblo a ver a mis padres, y hasta hace uno no podíamos salir de Andalucía.
El verano pasado, una de las tantas noches que pasé con Cris en casa, nos dio por mirar si Charlotte Cardin, una de nuestras cantantes favoritas, banda sonora siempre de nuestros momentos ‘cocinitas’ tocaba por casualidad en España.
No es que no fuera a dar ningún concierto en España, es que tan solo había tres ciudades europeas dentro de su gira, entre ellas Ámsterdam.
-“Oye, ¿y si compramos las entradas y que sea lo que Dios quiera? Total, valen 9 euros”.
Dicho y hecho.
Compramos también la de Alicia, y el hecho de saber que iba a vivir ese momento con dos de mis mejores amigas, y que ellas apenas se conocían, me generaba una incertidumbre que terminaba siempre en lo mismo: una sonrisa que tardaba minutos en borrar cuando me daba por pensarlo.
Qué lejos quedaba agosto en abril y, sin embargo, como han volado los días, los meses.
Mis vacaciones empezaron el mismo día que nos íbamos a Madrid, que era desde donde volábamos a Ámsterdam.
Hacíamos noche allí, en casa del hermano de Cristina, Ángel. No lo conocíamos, pero nos hizo sentir como en casa.
Tiene la misma mirada y sonrisa pilla que su hermana.
Ellos durmieron juntos y Alicia y yo en un sofá donde, bueno, descansar no es que descansara mucho, pero aproveché el insomnio para darle gracias a la vida por las amistades que tengo, y a mí una palmadita en Cala espalda por elegir tan bien.
Alicia, dormida profundamente, me tapó los pies con la manta para que no se me enfriaran; yo, más despierta imposible, le acariciaba modo agradecimiento y le decía en voz alta que la quiero; total, no se iba a despertar, tiene un sueño súper profundo, y no está la vida como para privarte de decirle a la gente que quieres que lo haces, repito.
Nos sonó el despertador a eso de las 4 y media de la mañana, el avión salía a las 7.
Típica situación en la que no puedes hacer nada de ruido porque el resto de la casa duerme y a ti se te cae algo al suelo, o te tropiezas, tu amiga se ríe y mientras estás mandándola callar riéndote tú hacia dentro aparece la otra amiga mandándonos callar riéndose no tan hacia dentro.
Y es que si algo he hecho en este viaje ha sido reír, reír a más no poder.
Llegamos al aeropuerto, pagamos ocho euros por un desayuno malísimo e hicimos tiempo para embarcar.
El cielo estaba completamente teñido de negro cuando nos montamos en el avión, y justo antes de despegar se había vuelto de un rosa casi fucsia.
Día 1
Llegamos a Ámsterdam sobre las 9:30 de la mañana. Caía una lluvia fina, no demasiado intensa, pero sí muy molesta, de las que parece que apenas moja y cuando quieres darte cuenta estás empapada.
Ni rastro de las mascarillas; ni en los comercios, ni en el transporte público, y mucho menos en la calle.
Era fácil detectar a los turistas porque algunos de ellos eran los únicos que las llevaban.
Fuimos directamente al hotel, situado en pleno centro de la ciudad y a cinco minutos andando de la sala donde al día siguiente lo daríamos todo en el concierto.
Hotel la Bohème, más que recomendado.
No tiene ascensor, pero los colchones son comodísimos y el agua sale muy calentita.
Allí nos recibió la dueña del hotel, que también se llamaba Charlotte.
Cincuenta y pocos años tendrá.
Como no podíamos entrar a la habitación aún porque llegamos con bastante antelación, nos invitó a desayunar. Un desayuno que, por cierto, nosotras decidimos no contratar porque era carete.
Yogur y mermelada caseros, cereales, croissants, mantequilla, frutos secos, dulces, leche, café, infusiones…
-“Como todo el viaje siga tal y como ha comenzado, es que va a ser redondo”-, pensé.
Charlotte tiene una melena canosa que luce desaliñada a la par que con un estilo impresionante.
Habla por los codos, y reconoce fumar a diario, aunque no especificó si tabaco o marihuana.
Nos contó que uno de sus tíos (me pregunto qué edad tendrá el señor) tiene un alojamiento turístico en Ronda que es precioso, pijo y caro. Todo a la vez.
No conoce Granada, pero la invitamos a que viniera cuando quisiera.
Charlotte es, sin duda, una de las cosas más bonitas que nos pasaron en todo el viaje.
Dulce, acogedora, generosa, educada, graciosa…
Algo malo tiene que tener, seguro, como todos, pero a nosotras no nos dio tiempo a descubrirlo.
Cuando tuvimos la habitación disponible, subimos a dejar las cosas y a hacernos un lavado de cara rápido.
Qué escalones más chicos. Como para subirlos o bajarlos con unas cervezas de más.
En el hotel y en la mayoría de los sitios. Los holandeses economizan mucho el espacio, o esa fue mi sensación.
Lo primero que hicimos nada más salir fue buscar en Google maps la dirección exacta de la sala e ir a verla.
Allí estaba Johan, el técnico de sonido.
Qué hombre más amable, qué mirada más pura.
Nos dijo que no llegásemos demasiado pronto al concierto porque no se iba a formar una cola muy larga.
En esa sala, la Paradiso, han tocado artistas como Amy Winehouse, Coldplay, Arctic Monkeys, David Bowie, Lenny Kravitz…
Y, aunque se ve que Charlotte Cardin no es aún muy sonada en Europa, el hecho cierto es que cuenta con casi medio millón de seguidores en las redes, por lo que dimos por hecho que sería un sitio grande y que estaría lleno y no entendimos muy bien la recomendación de Johan.
De la sala nos fuimos a callejear.
Veía fotos en cada esquina, en cada rostro, en cada gota que hacía su camino en cualquier ventana.
Qué bonito todo, Dios. La arquitectura, los parques, cafeterías, bicis, calles, tiendas, plazas, librerías.
Y qué bonitos los holandeses y las holandesas, qué rasgos, qué ojos.
Comimos algo rápido, anduvimos unas cuantas horas más deleitándonos con el encanto de la ciudad y antes de que se hiciera de noche nos fuimos al hotel a descansar y reponer fuerzas para el día siguiente.
He de decir que nos dieron las dos de la mañana hablando y cantando.
Día 2
Suena el despertador a eso de las nueve.
Salir de esa sauna que habían creado el nórdico y mi cuerpo parecía una misión casi imposible, pero estábamos en Ámsterdam y teníamos que aprovechar el tiempo al máximo, que dormir ya dormiríamos en Granada.
Hacemos turnos para ducharnos, nos ponemos guapas y nos vamos a desayunar a un sitio que tenía muy buenas reseñas.
Nos comimos un sándwich gratinado (bueno, yo, ellas no lo recuerdo), y eché la que creo que es mi foto favorita del viaje.
De la cafetería nos fuimos a alquilarnos unas bicis, cosa que me entusiasmaba y a la vez me daba pánico, porque en Ámsterdam las bicis van como las motos y hay, literalmente, más bicis que personas.
Por eso y porque la última vez que cogí una, hace bastante tiempo ya, fue catastrófico.
Mi rodilla, mi hombro y mi codo pueden confirmarlo.
Pero para nada, oye. Fue genial, parecíamos unas lugareñas más.
En mi cabeza todo el rato sonaba la canción de ‘Verano azul’ y eso me hacía sonreír hasta que se me helaban los dientes.
Fue divertidísimo hasta que Cristina decidió tirar para adelante y perdernos de vista.
Ahí ya no fue tan gracioso.
Unas cuantas horas y kilómetros después, dejamos las bicis y fuimos a comer a un restaurante italiano que había justo debajo del hotel.
A la comida le faltaba sal, pero no nos cobraron ni el pan ni el queso rallado. Una cosa por la otra.
Subimos a la habitación a cambiarnos y prepararnos para el concierto.
Días antes le habíamos escrito a Charlotte diciéndole que éramos tres chicas que venían desde España solo para verla, y nos contestó diciéndonos que era una locura y que no podía esperar más a que llegara el momento.
Teníamos intención de, de alguna manera, hacerle saber que éramos nosotras.
Llegamos una hora antes de la apertura de puertas.
Johan llevaba razón, solo había 3 personas.
A mi lado había un matrimonio de unos sesenta y tantos.
Nos escuchó hablar español y nos preguntó, también en español, que de dónde éramos.
Al responderle que somos de Granada, el hombre se echó las manos a la cabeza y nos dijo que el mejor chocolate caliente de su vida se lo había tomado en la plaza Bib-Rambla este pasado noviembre.
Resulta que eran los padres de una amiga de Charlotte a los que había invitado al concierto.
Pillamos primera fila. Resultó ser una sala dividida en dos, una más grande y otra más pequeña, la nuestra. Como mucho cabían 200 personas.
Vivir ese concierto, allí, con ellas, dejándonos la voz, fue, sin duda, de los momentos más bonitos que me ha regalado este 2022.
Si ya tengo la voz ronca de normal imaginad cómo volví.
Cuando terminó (se nos hizo demasiado corto) fuimos a ver el popular Barrio Rojo.
Ha sido lo que menos me ha gustado de la ciudad, obviamente. Volvería mañana mismo a Ámsterdam, pero nunca al barrio rojo.
Mujeres expuestas en escaparates, alumbradas por luces rojas, con decenas de ojos mirándolas a la vez.
Grupos de hombres parándose frente a las cristaleras murmurando y riendo, como si no hubiesen visto a una mujer en ropa interior en su triste vida.
Puedo equivocarme, pero juraría no haber visto en ninguna de ellas expresión de estar disfrutando de lo que hacían.
El cansancio llama a la puerta, y nos vamos de vuelta al hotel.
Día 3
Amanecemos, nos vestimos y nos tiramos a la calle.
Con cada paso que doy me voy enamorando más y más de Ámsterdam.
De su olor, de su gente. Hasta de su forma de llover.
Desayunamos mientras decidimos qué pueblo visitar.
Hablamos con Charlotte y nos recomienda que vayamos a Utrecht, situado a 45 minutos en tren.
Supongo que para la gente que vive allí las estaciones de tren serán lo más sencillo del mundo, pero a mí me parecieron un laberinto, la verdad.
Nos cobraron 70 céntimos por utilizar el aseo, y al salir te devuelven 50.
-“¿Quieres mear por 20 céntimos?”- me pregunta Cris. Y me da por reír, y a ella también, y de repente estoy llorando de la risa y me tengo que secar la lagrimilla porque me molesta en el amago de orzuelo que mantenía.
Utrecht es muy bonito, como Ámsterdam en miniatura.
Se levantó un viento del que te frena el paso al intentar andar, del que te deja la cara roja y dolorida y te despeina entera en cuestión de segundos.
Comimos en un sitio oriental; yo noodles con pollo y crema de cacahuete. Exquisito, pero empachaba muchísimo. Ellas con gambas y no sé qué.
Vimos la Iglesia, a una pareja casarse en mitad de la calle, a otra en la que debía ser su segunda o tercera cita mirarse como si todo el amor del mundo lo abarcaran ellos en ese momento.
Vimos cosas preciosas, todo el rato.
Utrecht, cómo molas.
Tren de vuelta y a descansar un rato antes de salir a cenar y a aprovechar nuestra última noche holandesa.
Nos damos nuestro último paseo nocturno por la ciudad. Hace un frio brutal, y un aire incomodísimo.
Nos comemos unos nachos riquísimos que me hacen salivar cuando los recuerdo y, de la mano, volvimos al hotel.
La noche sabía a despedida, a último día.
La ducha también, y por eso la alargué un poco más.
No dormí bien, para qué voy a engañaros, pero es que últimamente raro es el día que duermo bien.
Día 4. Y último
Esta vez la alarma sonó y no nos hizo ninguna ilusión. Todo lo contrario.
Era hora de preparar maletas y de despedirse de Ámsterdam. Y eso, tratándose de un viaje y del fin de unas vacaciones, nunca ha sido plato de buen gusto.
Las dejamos en recepción y nos fuimos a buscar algún sitio para desayunar; el avión no salía hasta las 19:00 horas y la habitación había que dejarla a las 12:00.
Nos metimos en una cafetería que la llevaba un catalán, pero vivía desde hace muchísimo en Holanda y hablaba el idioma perfectamente.
A nuestro lado, en una mesa que estaba prácticamente pegada a la nuestra, había dos chicas con las que empezamos a hablar no recuerdo cómo, pero estuvimos haciéndolo bastante rato.
Belén y Beatriz eran sus nombres.
Ambas de La Plata, en Argentina, pero se habían conocido el día anterior en el hostel donde dormían.
Viajaban solas, improvisando de un día para otro.
Pasamos toda la mañana con ellas, nos hicimos una foto en un espejo de un coffee shop, nos abrazamos y nos empezamos a seguir en las redes.
Qué sumamente enriquecedor es viajar, cómo alimenta el alma.
Qué guay que todo fluya como lo hizo, que dos personas que no se conozcan sean capaces de convivir como si lo hicieran de toda la vida.
Ay, Ámsterdam, has sido terapéutica.
Allí siguen resquicios de mi voz, resonando entre las paredes de la Paradiso.
De lo que no hay ni rastro es de ningún suspiro de más provocado por la ansiedad, porque no tuve ni un solo día.
Volveré, no me cabe duda.
Viajar cura, el amor cura, la amistad cura.
Creo que es buen momento para ir pensando en el siguiente destino.
Os abrazo.