Ángeles con alzacuellos

sacerdote con traje epi
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Durante décadas hemos vivido sin temor a nada ni a nadie. Parecía que las guerras, las epidemias o las catástrofes mundiales eran cosa del pasado, de los libros de historia. Tal vez esto ha hecho de nuestra actitud ante la vida una osada pose de inmortalidad. Se nos olvidó que esta vida tiene un final, que nuestros objetos más codiciados se quedarán aquí, que poseer el coche más caro o el móvil más votado no es sinónimo de felicidad; se nos olvidó que lo verdaderamente importante no es cambiar nuestro vestidor cada temporada sino cambiar por dentro, evolucionar, ser dignos de llamarnos personas.

También se hizo la oscuridad en los bosques, valles, mares y cielos que nos rodean. Descuidamos la escala de valores que nos enseñaron nuestros abuelos, esos que ya no están, esos a los que desatendimos, a los que relegamos a residencias, sin importarnos su soledad. Tratamos a los demás seres vivos que nos rodeaban como lacayos a nuestro insaciable servicio: animales, árboles, plantas…

Perdimos la cuenta, el hilo y la memoria…
Es lo que el Papa Francisco I ha llamado “egoísmo indiferente”. También él ha rezado en soledad y ha concedido indulgencia plena a los fallecidos, enfermos y sanitarios. Es la guerra oculta que no quisimos ver.

Pero llegó un virus con corona y no precisamente por su regia compostura sino por su tiranía, su poder de destrucción y su expansión sin límite. Tanto habíamos presumido de vivir en un mundo de alta tecnología, de recursos inagotables, de falsa sabiduría, que el virus coronado pronto vio cuáles eran nuestras vulnerabilidades, muchas por cierto, y se alojó en ellas con la única intención de matarnos, de acabar con la especie humana, de demostrar que, en su insignificancia microscópica, era mil veces más inteligente que nosotros. Una de las mayores lecciones de humildad de la historia que hoy es una cifra aterradora de víctimas en todos los países del mundo.

Pero no está todo perdido… De manera silenciosa y callada, ángeles con alzacuellos se han puesto en marcha como una multitud silenciosa, plantándole cara al enemigo, desde el más profundo Corazón de Jesús.

Así fue como conocí a Diego Molina, natural de Ogíjares, de aquí, de nuestra Granada, párroco de San Juan de Ávila en la conocida barriada de La Chana, delegado de la Pastoral de Salud, delegado de Cáritas y capellán, desde hace años, del Hospital Virgen de las Nieves. Pero, sobre todo, un hombre implicado con la dignidad de la muerte, con el tránsito indoloro, con el duelo y sus secuelas.
Cordial, cercano, afable y cariñoso donde los haya. Y me hago eco de su voz para contar lo que nuestros sacerdotes están haciendo a lo largo y ancho del mundo, como misioneros, o misioneras, como diáconos incluso, como obispos y cardenales, como el propio Papa. Y, sobre todo, lo que hace este triste relato más cercano, lo que han hecho, hacen y seguirán haciendo en Granada.
No voy a poner ninguna cifra porque no sé con certeza cuántas personas han muerto en nuestra provincia. Pero sí que es una verdad con mayúsculas que, desde que empezaron a entrar enfermos en los hospitales, nuestros sacerdotes, nuestros párrocos, han estado en el Virgen de las Nieves, en el que los granadinos conocemos como parte nueva del antiguo Clínico, y el Parque Tecnológico de la Salud. En Ruiz de Alda hay siempre cinco sacerdotes y una consagrada y en el PTS tres sacerdotes y una consagrada.

No es que hayan aparecido por arte de magia. Ya estaban allí antes de que nos asolara el virus, para ofrecer apoyo y consuelo a los enfermos de oncología o a los de cualquier otra especialidad. Pero está siendo tan grande la afección y mortandad por este virus que ni ellos mismos pensaban que tuvieran que asistir a moribundos a diario. Y no está siendo fácil.

Para todos ellos, la mayor alegría está en consolar a quien sufre la tristeza, como bien dice el padre Diego Molina, pero entrar en una Unidad de Cuidados Intensivos para dar la extremaunción, los santos óleos, el último sacramento que recibimos antes de morir, un día tras otro, es más de lo que muchos de nosotros podríamos soportar. Y más, aunque la mayoría de los enfermos están sedados porque están luchando por superar la enfermedad, cuando los llaman, porque todos tienen un busca, como los médicos, en estos tiempos de crisis, acuden raudos al hospital que se trate y, en la zona limpia, les visten según el protocolo de contagio, como si fueran astronautas, dejándoles solamente los ojos libres. “No podemos ni siquiera regalarles una sonrisa a los que están lúcidos”, cuenta Diego Molina con la garganta quebrada por la emoción, “porque la boca la tapa la mascarilla”. Lo peor de todo es que mueren en la más absoluta soledad, que se dice pronto. Sin sus familiares, sin un rostro conocido que les haga más llevadero el tránsito. Pero, aún en estas circunstancias, están allí, cumpliendo su misión de acompañar a los enfermos, hasta el último suspiro. También les llaman algunas veces de las UVI porque alguien que está despertando se quiere confesar. Y también para dar testimonio de la Fe, como una monjita que falleció a los cuarenta años y no quiso que la sedaran, quiso ser y estar consciente hasta que le llegara la hora y entregar su dolor por la sanación de los demás enfermos. Experiencias, sin duda, que nunca olvidarán y nunca olvidaremos.

Se hace un poco más fácil con los enfermos que ya están en planta, pues las medidas de seguridad son menores y la cercanía con ellos, mayor. Vienen de una guerra, están agotados y muy débiles, pero necesitan sobre todo compañía, que les hablen, que les miren, que les cojan la mano y esto también es lo que hacen nuestros sacerdotes.
Y luego están las familias, destrozadas y rotas de dolor. A todas ellas, me dice el padre Diego, en su nombre y en el de todas las parroquias, se les brinda un acompañamiento en el proceso del duelo, se las llama tras el fallecimiento del familiar y se les hace un seguimiento para que emocionalmente sea menos doloroso. En la Parroquia de San Juan de Ávila, y en otras muchas, se les ha prometido a las familias que se hará un funeral por persona como si estuviera de cuerpo presente. Además, como ya sabemos que no se pueden celebrar entierros, los sacerdotes acompañan a los tres miembros de la familia que pueden ir y dan un responso, o muchos, porque el desfile de coches fúnebres estos días en los cementerios es un no parar.
Pero además, no dejan de lado a los sanitarios, que hacen turnos dobles, que luchan sin parar para que los enfermos estén bien, para que se salven y puedan volver junto a sus familias y amigos, aunque las medidas de seguridad no sean las idóneas. Ellos también necesitan un hombro en el que apoyarse, un consuelo y ahí está de nuevo Diego Molina y su séquito, para aminorar el sufrimiento.

Y, aunque las iglesias permanezcan aún cerradas, en ellas, sin fieles, se dice misa diaria desde el comienzo de la pandemia. Por todos y cada uno de los fallecidos, por todas y cada una de sus familias. Desde el Vaticano hasta el pueblo más pequeñito. Me queda claro que los sacerdotes de Granada están entregando su vida, tal y como suena. Están presentes en los hospitales, en los cementerios y en los lugares donde los necesitan.

Su labor no cesa en la puerta del hospital, en las camas de las ucis, sigue, codo con codo con Cáritas, para que a nadie le falte comida y lo más básico para subsistir.
Y me queda claro también que no hay corazón más dulce ni voz más consoladora que la de Diego Molina, siempre dispuesto, siempre alerta e interesado por las necesidades de sus semejantes, por la salud física e interior de todos los granadinos. No podíamos estar en mejores manos, las suyas y las del Señor. Que Dios lo bendiga.

Parece que el temporal está arreciando, que los esfuerzos de los laboratorios empiezan a dar resultado, que el confinamiento ha evitado muchos contagios, pero no bajemos la guardia. No volvamos a esa petulancia que nos ha llevado a esta tragedia, seamos responsables, cautos y precavidos. Son más de 70 los sacerdotes fallecidos en España por COVID-19. Y no dejemos de rezar, que no nos acordemos de Santa Bárbara sólo cuando truena, vienen tiempos difíciles, cambios sociales, económicos, una gran crisis y de la mano de Dios todo es más fácil.

Dice, por último, Diego Molina, que lo que más le sobrecoge es la soledad de los enfermos mayores, la muerte en soledad y esas miradas anhelantes de cariño, ese destino que no esperaban y que no merecían. ¿No es suficiente este testimonio para que nos miremos a nosotros, a nuestro entorno y nuestra forma de interactuar con nuestros semejantes? No dejemos un “te quiero” para después o será tarde, no permitamos que nadie muera solo.

Démosle la espalda a nuestro vestidor y comencemos a mirar, no sólo a ver. Hagamos de los ya desgastados eslóganes un nuevo proyecto de vida. No olvidemos para no caer en los mismos errores.
Gracias a todos los sacerdotes que estáis en los hospitales de Granada, exponiendo vuestras vidas y cuidando de nuestros seres queridos. Gracias a todos los que decís misas diarias y atendéis a enfermos y necesitados. Gracias a las monjitas, que desde nuestros conventos, rezan sin descanso para parar esta pandemia. Es la fuerza de todos, la fuerza de la oración, la fuerza del AMOR.
Sois ángeles y nunca lo vamos a olvidar.

Autora: Mercedes Haydée Marín Torices