Ay, verano
Vuelvo, y lo hago pidiendo disculpas por mi ausencia este mes.
Podría contaros mil cosas acerca de ella, pero quiero pensar que si estáis aquí leyendo esto es porque os importa más mi vuelta que el motivo de mi ausencia, así que no seré demasiado explícita.
Por eso y porque creo que hay cosas que no se deben compartir hasta tenerlas claras, y yo sigo sin saber muy bien qué tipo de huracán es el que me recorre últimamente, si de los que lo derrumban todo para poder así empezar de cero o de los que crean grietas que sólo pueden arreglarse con cariño y esmero.
Cuando pase, cuando no quede ni un resquicio de él, entonces podré hacer balance.
Intenso e inesperado: así se presentó este bloqueo emocional o inspirativo. En realidad, creo que ha sido una mezcla de ambas cosas.
Suave y realista: así está siendo nuestro acercamiento antes de romper del todo.
Una vez más, suena Vetusta Morla. Primer disco. Me lo descubrió mi hermano cuando era un chico joven e indie que cantaba a grito pelado sus canciones antes de convertirse en un 'poperillo' de los que solo escuchan música independiente.
También de los que llevan camisas estampadas y vaqueros y cazadora, pero os digo yo que ya quisieran todos los 'poperos' del mundo lucir la ropa con la clase que lo hace él.
Y, por ende, con la que lo hacemos Pepe y yo cuando la heredamos.
Hay acordes que siguen suponiéndome un bofetón al corazón con la mano abierta y una vuelta a un pasado del que no huiría nunca.
La luz de mi dormitorio en casa de mis padres siempre ha sido naranja; también lo era la lámpara que me ha acompañado desde que era una mocosa de pelo liso y blanco y con una barriguita de las que se dividen en tres cuando te sientas.
Era de tela, y de mil colores. La lámpara, claro, mi barriga era casi de terciopelo y blanca como la nieve.
De su base colgaban unos flecos que con el tiempo me encargué de que acabaran enredados. Pero daba igual, seguía luciendo preciosa. Como luce todo en casa de mis padres solo por el mero hecho de que son ellos quienes la habitan.
No sé hablar de esas paredes sin sentirlas mías, ni quiero hacerlo.
Supongo que allí sigue quedando una parte de esa niña tosca que se tiraba por las escaleras jugando con su primo, o que las subía de dos en dos huyendo de la chancla de su madre.
Supongo, también, que entre esas paredes siguen resonando los 200 besos que desde que tengo uso de razón les daba a diario a mis padres, tal como sigo haciendo ahora cuando los veo.
Ahora que se acerca el verano hay ciertos recuerdos que vuelven siempre a mí y lo hacen en forma de emboscada.
Me veo allí, con la braguita del bikini puesta desde las 10 de la mañana esperando a que mi madre termine de hacer sus cosas para poder bañarnos juntas en la piscina, o cruzando los dedos para que sonara el teléfono y fuera Gemma diciéndome que me fuese a la suya.
Retirándome el pelo de la cara con ambas manos y la lengua recorriendo el labio de arriba al salir del agua.
Restregándome los ojos porque me pican del cloro.
Bajando las persianas después de comer para que el salón se quedara fresquito para la siesta.
Tal como sigo haciendo ahora.
Veo a mi padre vaciar media piscina cada vez que se tira de cabeza e insistiendo en que no está gordo, sino fuerte.
Alardear del corte que tiene en las piernas de tanta bicicleta.
Mirar el reloj mientras guiña los ojos por el sol para ver cuánto queda para la hora de la tapilla.
Hacer virguerías con la manguera para convertirla en una red con la que poder echar un partido de voley que me dejaría ganar siempre.
Ojalá alguien me hubiera dicho lo absurdo que podía llegar a ser desear con todas tus fuerzas crecer y dejar de ser un niño.
Ojalá hubiese sido del todo consciente de que hay momentos que no vuelven nunca.
Y que volver al pasado fuese tan fácil como lo es echar hacia atrás una canción en YouTube, como acabo de hacer yo.
Supongo que es absurdo pensar en que ojalá existiese la forma de volver a vivir algunas cosas; que lo sensato es sentirnos afortunados de haber estado ahí, justo en ese momento, justo con esas personas.
Entiendo, por fin entiendo, que cambiar no es malo, que es ley de vida. Que no existe el progreso sin el cambio. Que algunos dan mucho miedo, pero os aseguro que si he sobrevivido al abismo de sus ojos ningún no existe ningún cambio capaz de producirme demasiado vértigo, al menos no del malo.
Y entiendo también que, desgraciadamente, nada es eterno. Ni siquiera los recuerdos.
Queda una semana escasa para que llegue el verano, y yo ya llevo un par de ellas durmiendo en ropa interior y despertándome con el cogote sudado y los tirabuzones revolucionados.
Hoy he estado con mi madre y, mientras me contaba algo que ya me contó ayer, pero que yo estaría dispuesta a escuchar mil veces sólo por oírla, he pensado una vez más en la suerte que tengo y que no he dejado de tener nunca, ni cuando me sentía el corazón a la altura del útero.
Mientras le daba un sorbo a su café, he pensado también en el billón de besos que nos habremos dado, “piquillos”, como nosotras decimos, y en el trillón que aún nos debemos.
Y, de nuevo, qué suerte.
El amor en todas sus vertientes. Es algo en lo que reparo desde hace unos meses.
Ojalá 1000 veranos más a vuestro lado. Nadie sabe lo que daría por ello.
Son las 8 de la tarde, Vegeta pide calle y tengo que bajar al súper.
Hay cosas que, afortunadamente, nunca cambian.
Os abrazo hoy más que nunca.