Cuando el Madrid me salvó el pellejo
Siendo sincero, el sábado no me importaba demasiado quien ganara la liga, ni quien se salvara del descenso. Así que, con el Granada asentado matemáticamente en mitad de la tabla, no se me ocurrió mejor plan para pasar el día que ir con unos amigos al Río Dílar. Allí no había cobertura ni posibilidad de conocer los vaivenes sentimentales y clasificatorios propios de la última jornada del campeonato. El Real Madrid encomendado nuevamente a Ronaldo (hoy presidente del Real Valladolid), el Atlético mirando de reojo los jugadores que el Villarreal dejaba en el banquillo, el Elche supeditado a la profesionalidad del Valencia… Es curioso comprobar como en el tramo final de liga, los clubes se ponen unos en mano de otros, esperando que un tercero le sirva el título en bandeja o que un actor secundario le libre del descenso. En definitiva, cruzando los dedos para que alguien le salve el pellejo.
Por resultados más o menos circunstanciales se han creado las más acérrimas hermandades entre aficiones y se han venerado como ídolos locales a los de equipos contrarios. Sino que nos lo digan a nosotros, los granadinistas, y nuestro eterno agradecimiento a Radamel Falcao. Un recurrente recuerdo que hizo que a muchos se nos cambiara el sentido de las rayas rojiblancas y deseáramos que ganara la Liga el Atlético. Y así sentir que pagábamos parte de aquella deuda arrastrada desde 2012, al haber sido el Granada quien prácticamente apeara de la lucha por el título al Barcelona. Sin embargo, ese sentimiento también me hizo viajar hasta mis años de instituto. Unos tiempos en los que mi rebeldía innata parecía desbocada y yo, tras ella, me dirigía hacia el fracaso, según varios de los profesores. Posiblemente no les faltaba razón dadas las circunstancias.
Era la época del Real Madrid de los galácticos y de sus primeras equipaciones Adidas. El inicio de la febril mercadotecnia futbolera y un tiempo en la que la ropa surfera se imponía entre la juventud. Unos ingredientes que la casualidad hizo que se mezclaran de forma genial para mis intereses una mañana cualquiera de invierno de hace más de 20 años. Entonces, el pasatiempo entre clase y clase era tirar tizas desde la ventana. Algunos lanzábamos, otros miraban, todos reíamos. Hasta que salió el conserje alertado por algún transeúnte de lo que ocurría en la calle. Desde allí abajo con su mirada desafiante, su barba desaliñada y El Mundo Deportivo bajo el brazo; me avistó lanzando uno de aquellos proyectiles blancos y se dispuso a subir hacia mi clase como un poseso. Me sabía enjuiciado, era cuestión de segundos que acabara nuevamente en el despacho del director, pero seguramente esta vez con un castigo mayúsculo. Sin embargo, cuando el conserje entro en mi clase como un elefante en cacharrería, no supo a quién señalar indicando que había visto a alguien lanzar tizas vestido con una sudadera del Real Madrid. No sé si fue su corazón blaugrana quien le hizo descolorar la manga rayada de mi jersey surfero de dudoso gusto, pero de lo que estoy seguro es que en aquel preciso momento el Madrid, sin comerlo ni beberlo, me había librado de una expulsión segura.
El sábado, entre caminatas y chapoteos en las gélidas aguas del río Dílar, el Atlético se proclamaba campeón de Liga. Es posible que muchos granadinistas sintieran reparada parte de su deuda deportiva, pero yo siempre recordaré -tan nítido como el gol de Falcao al Villareal que libró al Granada de un descenso- aquella mañana de invierno de 1999, cuando me sentí como uno de esos aficionados que celebran el resultado de un tercero. Cuando el Real Madrid me salvó el pellejo.