Qué Navidad más rara, ¿no?
Es miércoles, son las diez y poco de la noche y tengo un frio del que no consigo deshacerme; cuando me despierto y me acuesto con la nariz, las manos y los pies helados significa que el invierno ha llegado de verdad.
Y me lleva pasando esto algunos días ya, así que sí, señoras y señores, el invierno ya está aquí, y yo feliz.
Me compadezco de todos los amantes del verano; ahora mismo debemos caerle regular los del frio como yo.
Iba a decir que la Navidad también ya está aquí, pero gracias a los grandes almacenes llevamos en Navidad más o menos desde el 2 de noviembre que es cuando damos por finalizado Halloween.
La verdad es que hasta ayer esta columna iba a ser otra completamente distinta, pero anoche, sola en casa, mientras me ponía los calcetines de terciopelo kilométricos que me regaló mi amiga y vecina Cris, verbalicé algo que me hizo darme cuenta de que, igual, escribir sobre ello me ayudaba a aliviar un poco ese peso raro que sentía.
“Qué Navidad más rara, joder”.
Porque sí, lo está siendo.
Me encantaría deciros que está siendo la Navidad más feliz y plena de mi vida pero os estaría mintiendo, y empecé con esta columna justo con el propósito opuesto: el de conocerme a través de ella de la manera más sincera posible para que así podáis hacerlo vosotros.
Tengo enfrente el árbol que mis padres nos regalaron a Pepe y a mi hace un par de años; he estado a punto de no ponerlo, no os voy a engañar, pero llamé a Cris para que viniera y me ayudara porque yo sola sabía que nunca iba a ver el momento.
No digo esto desde la pena, ¿eh?
Lo digo desde una especie de desidia y de pereza que nunca antes había sentido en estas fechas.
Desde el pensamiento absurdo de: ¿para qué?
Me daba como un poco de vértigo vivir todo esto sin él después de 8 años.
Poner el árbol sin él, ir a ver las luces sin él, a cenar a casa de mis padres sin él.
El miedo que toda situación y sensación desconocida provoca en un momento dado.
Me daba vértigo pensar en la posibilidad de que esta fuerza y esta paz que he ido trabajándome estos meses atrás pudiera verse afectada por un ataque de nostalgia pasajero.
No sé por qué hablo en pasado, ahora mismo también lo siento.
Luego entendí que sola no era la palabra, y que todo lo que estaba sintiendo era normal.
Que tampoco era miedo, era más bien incertidumbre.
Todo esto, así leído a bote pronto, puede sonar triste, pero en realidad no lo es: forma parte del proceso.
Disfruté de poner el árbol con mi amiga, de colgar la bola que le regalaron a Pepe en el periódico con su nombre y comprobar que no me duele, que ese pellizco de nostalgia, ese bofetón de recuerdos que vino a visitarme, lo hizo acariciándome, por extraño que pueda sonar.
Las luces las he visto este año con mis padres, y qué regalo.
Cuando llegue el 24 y él no esté con nosotros en la mesa, nos acordaremos.
Y lo haremos con el cariño tan inmenso que nos guardamos. Hablo de su familia y de la mía.
Con alegría también porque sabemos que él está bien, que ambos lo estamos.
Sonreiremos, nos felicitaremos las fiestas y le pondremos a Vegeta algún gorro de Papá Noel para mandarle una foto.
Luego llegará el 31, que siempre ha sido mi noche favorita porque mi padre es la única noche del año que baila y es divertidísimo verlo hacerlo.
También porque tengo la costumbre de grabar un video del momento campanadas y suele ser gracioso y bonito a partes iguales: mi hermano y yo comiéndonos las uvas somos un show, y el beso de todos con todos, el “piquillo” con mi madre, creo que sería capaz de enternecer hasta al más insensible.
Este año no habrá nada de eso, principalmente porque voy a trabajar y las uvas me las comeré en Loja justo antes de que empiece la batalla detrás de la barra.
Lo voy a hacer al lado de Yasmina, una chica que conocí hace muchos años trabajando en festivales y con la que hoy comparto una amistad sanísima y casi tan preciosa como ella. Tendríais que verla.
Sueño con el momento de llegar al barrio el 1 por la mañana, cogerme unos churros antes de subirme a casa y acostarme para despertarme cuando buenamente me lo pida el cuerpo; pedirme algo a domicilio para comer, recoger a los perros y pasarme la noche pegada a ellos como una lapa.
Pues eso, a lo que vengo, que todo muy distinto.
En realidad, lo pienso y es precioso. Pienso en cómo nos seguimos teniendo Pepe y yo sonrío.
Ojalá todas las relaciones terminasen como lo ha hecho la nuestra.
Eso no quita que yo la esté viviendo de una manera muy diferente al resto de Navidades, satisfactoria pero diferente, y que en algunos momentos no me haya sentido, o vaya a hacerlo, rara.
Hoy mi amiga Laura me ha dicho que hay cosas para las que no se pueden tener prisa, y acostumbrarse a esa parte nueva de tu vida también requiere tiempo.
Muchas veces creemos que pasar página es, sobre todo, cuestión de coraje, y nos olvidamos del principal protagonista del libro: el tiempo.
Respiro aliviada y sonrío cuando soy consciente de cuánto he aprendido este año a escucharme, del control que creo que tengo de esa prisa que de vez en cuando viene a irrumpir la calma en la que vivo ahora la mayor parte del tiempo.
De que nada, nada ha sido en vano.
Al 2024 no le voy a pedir mucho, voy a ser cauta.
Os lo cuento en la próxima columna.
Para el vuestro deseo todo lo bonito de este mundo, muchísima salud (no hay mayor lotería que esa) y que os quieran todo lo bien que merecéis.
Feliz Navidad y feliz vida.