Cuando seas padre comerás huevos
Eso dice el dicho… y se cumple ¡vaya si se cumple!
Recuerdo que cuando era una niña y mi madre me corregía o me prohibía hacer algo siempre pensaba: “Cuando tenga hijos los dejaré hacer lo que quieran”. No podía entender que no me dejase hacer ciertas cosas, no comprendía que se preocupase tanto por todo.
¡Dios! ¡Qué exagerada eres, mamá!
Solo hoy puedo entender las preocupaciones y los desvelos de mi madre… porque ahora son los míos.
Los padres vivimos en el permanente dilema entre dejar que nuestros hijos aprendan cometiendo sus propios errores y la gran necesidad de protegerlos, una necesidad tan acuciante como respirar.
Y qué difícil es encontrar el equilibrio. Si por mí fuese a mi hijo no lo rozaría ni el aire.
Los hijos crecen demasiado rápido y necesitan espacio para desarrollarse como personas, esto conlleva la obligación de dejarles hacer las cosas lógicas de su edad (aunque ello te genere preocupación) y prohibirles otras que sabes que no son positivas, aunque eso sea motivo de berrinche (y de los gordos). Y aquí es cuando empiezas a comer docenas de huevos: fritos, en tortilla, escalfados… de todas las formas posibles.
De pronto empiezas a verte a ti misma repitiendo las típicas frases de tu madre, una tras otra, eso sí, con tu estilo único, pero las mismas frases. Sientes un pellizco en el estómago, porque muchas veces no es agradable decir que no a una petición de tu hijo y comprendes que para tus padres tampoco fue fácil decirte que no a ti.
El hecho es que nunca sabes cómo acertar y, por supuesto, es inevitable sentirse mala madre o mal padre de vez en cuando. Luego están las opiniones de los demás: los dejas demasiado sueltos, los tienes sobreprotegidos, no les regañas lo suficiente, regañas demasiado… opiniones, opiniones y más opiniones. El caso es que nunca lo haces bien… y curiosamente la mayoría de las personas que te juzgan de forma más imperativa y dura aún no son padres… ¡Ya comeréis huevos vosotros también!
Es inevitable sentir presión, pero la presión más dura no viene del entorno (esa carece de importancia o, al menos, no deberíamos dársela); la presión real viene desde nuestro propio interior. Porque ese gran amor genera una sensación de responsabilidad que no tiene comparación. Es abrumador pensar que un fallo por tu parte puede afectar la forma en la que tus hijos verán el mundo cuando sean adultos. Es descorazonador ver la tristeza en los ojos de tu hijo cuando dices un no. Es enorme el nudo en el estómago cada vez que tienes que ceder y dejar que haga algo sin que tú estés ahí para protegerlo.
También somos el espejo en el que ellos se miran, nuestros actos, actitudes, valores, etc… Se graban en ellos con más fuerza aún que lo que podamos decirles.
Es difícil, muy difícil.
Pero hay que ser conscientes de una realidad: nadie en este mundo lo quiere más y nadie va a tomar las decisiones con el mismo conocimiento de causa que tú. Así pues, sea como sea y hagas lo que hagas, tú eres el mejor padre/madre para tu hijo. Nunca lo olvides.