El espíritu navideño
Finaliza otra época navideña, de esas que cada año tienen una mayor duración, y comienzan los unos, grandes empresarios, a contabilizar lo adquirido, y otros, los que fuimos invitados a un obligatorio consumo, a pensar cómo equilibrar, inventando renuncias posteriores, el presupuesto familiar.
La estrategia es mortífera. Primero nos generan un sentimiento exagerado hacia los semejantes, nos perforan el lado sentimental y nos lo llenan de deseos por hacer sentir bien al prójimo.
Pero claro, con trampa. El cepo es inyectarnos una desmesurada responsabilidad por obsequiar a los familiares y supuestos amigos.
Curiosamente, y a pesar de que las distancias en muchos casos son mínimas, se nos despierta un compromiso por saber, por juntarnos con aquellos a los que rara vez hacemos caso durante el resto del año.
Si de enero a noviembre los poderosos hacen caja potenciando ilimitadamente nuestro individualismo, en diciembre se llenan los bolsillos a través de nuestra ‘colectivización’. Qué grandes son y qué pequeños nos hacen sentir.
Regalar se convierte en imposición hasta tal punto que nos la sopla si los niños juegan en primavera, verano u otoño, para de golpe y porrazo enunciar el “ningún niño sin juguete”.
Se comercia con la necesidad, se especula con la melancolía, se mercadea con la carencia de afecto, en definitiva, se mercantiliza la también generada predisposición a unirnos durante veinte días.
Regalos para amigos invisibles -y tanto-, obsequios y gratificaciones para exhibir nuestro amor, ocultan la realidad, esa que dice que cada vez estamos más atomizados y enemistados sin razón aparente con los que nos rodean.
Prepárense para hibernar hasta nueva orden, que ya nos hemos amado demasiado. Ahorren, recupérense de los inapelables números rojos que pronto nos volverán a instruir sobre la mejor manera de quererse a rabiar.
Feliz año nuevo amigos.