El jugador restante

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Bajo el claro de luna, allá en el Campo del Príncipe, un grupo de niños juegan al fútbol. Se pasan la pelota con despreocupación, con la ligereza propia del ocaso y del decaimiento del calor. Dividen las porterías frente al Cristo de los Favores. Hacen equipos. Cuatro contra tres.

Observé que los chicos deberían acudir allí con asiduidad. Portaban camisetas personalizadas. El equipo de tres iba de rojo; el de cuatro, de azul. Llevaban sus nombres en la espalda. Sin embargo, mantuvieron apoyada en el banco cercano una camiseta; la del jugador restante. 

Los primeros se llamaban “Equipo Realejo”; los segundos, “Equipo Albaicín”. 

Cada vez que alguno marcaba un gol, gritaba para sí el nombre de un futbolista: “Kylian Mbappé”, “N´Golo Kanté” o “Messi”. De la misma forma, imitaban sus celebraciones y recibían al resto de sus compañeros en un abrazo.  Tuve la impresión de que habrían crecido allí. Que, desde que tuvieran la autonomía y la agilidad de la que requiere el juego, se habían encontrado en el mismo lugar. Tenían, además, una actitud moderada para la derrota, demostrando una madurez y templanza impropias.

Acabaron, y se pusieron las mascarillas. El “Equipo Realejo”, de tres jugadores, había vencido por goleada. Los niños se abrazaron en la despedida. Dejaron una camiseta roja sobre el banco. Me percaté de que las personas mayores que ocupaban los asientos cercanos señalaban la prenda. Narraban una historia ya conocida, cuya pertinencia evocaba una emoción. Me quedé allí, reflexivo, hasta el anochecer. 

Entonces, como un fuego fatuo joven y zozobrante, una luz se destacó sobre la camiseta. Se trataba de una vela roja, que los cinco niños compraran con una pila de monedas de céntimo.