El quiosco de la calle Recogidas
Hace poco más de un año que el quiosco de la calle Recogidas ha vuelto a situarse en el cruce con Camino de Ronda. Este, que se mudara durante los primeros años de las obras de la pizzería de la misma calle, fue el primer lugar en el que leí, quiero decir, el primer lugar en el que compré libros - dos libros fueron-, que me hicieron leer, y que, por tanto, me cambiaron la vida. De ahí que, en un sentido literario, podría describirse como un espacio de mi memoria plástica; como una bola de cera de las que portan los nazarenos en Semana Santa, que entraña en su densidad el recuerdo de los años. Y es que, aquellos primeros libros –cuentos brevísimos que adaptaban las grandes leyendas infantiles– fueron mis mitos; las historias con las que traté de entender lo que me sucedía, sometiendo mi vida al canon de lo fantástico.
Supongo que para la mentalidad de mi abuelo resultaría hasta amoral, en aquella época, el ir junto a su nieto al quiosco, comprar el periódico, y nada más que el periódico. La verdad es que siempre caía algo: fuera un pequeño juguete, una revista de las que publicaban las cadenas de televisión infantil o, en este caso, un cuento. Poco a poco, fui desarrollando cierto apego a estas narraciones, las fui, como se dice, "devorando". Mi insistencia derivó en la costumbre de que todo viernes –día en el que tradicionalmente comía en casa de mis abuelos–, antes de subir al piso, mi abuelo me esperaba al quiosco de la esquina con Recogidas para comprar un nuevo relato. Al mes, tuve la colección completa.
Como todo lo que ansiamos sin necesidad y que progresivamente conseguimos –más inri, en la niñez– nos hace caer en la vanidad, es decir, en el desapego y la levedad. Se entiende que pasara olímpicamente de estos una vez tuve la colección de los más de veinte cuentos ordenados en la estantería. Tenía once años y descubrí las videoconsolas y los smartphones: y, sinceramente, olvidé los tomos por los que me había encaprichado hasta haberlos tenido todos y cada uno de ellos.
Sería años después cuando, en una de esas diagonales maravillosas que la literatura – la buena literatura – tiende a trazar con nuestra realidad concreta, volví a buscarlos un viernes a mediodía. Los encontré en aquel mismo estante en el que yo mismo los colocara y ordenara años atrás. El criterio de ordenación respondía al uso; conforme más a la izquierda entre la lista se hallaba, más veces había leído ese tomo. Comencé a leerlos con rapidez, recordando cada historia y las impresiones que me causaron cuando las leyera siendo niño. Los cuentos me llevaron a pasar una tarde de lectura; los repasé todos y los recoloqué como los había encontrado.
Debatiéndome entre llevármelos o no, recordé que esa misma mañana había terminado de leer La Montaña Mágica, de Thomas Mann, y las palabras de un personaje, Settembrini –particularmente, el concepto de recuerdo 'memoria plástica'; situaciones o sensaciones que vivimos y que, pasado un periodo de tiempo, volvemos a su recuerdo gracias a determinados objetos que entonces usáramos–, se movían como niños, hambrientos y lúdicos, en mi mente. Experimentaba esa ansia de identificación, la conciencia de que lo que se ha leído es propio y personal; quería palpar en la realidad aquello que me había llamado en la ficción. Por ello, un viernes a mediodía, cargué en mi mochila veinte pequeños tomos de cuentos infantiles que, desde entonces, tomarían un espacio primordial en mi biblioteca