Esto lo digo, esto NO lo digo
Ayer me pasó algo que, aparte de alegrarme el día y el alma, me hizo recordar, una vez más, el impacto que pueden llegar a tener las palabras y los actos de otras personas en nosotros, las conozcamos o no. Creo que, si todos tuviésemos esto presente, si la empatía pesase más que el egoísmo individual, habría cosas que dejarían de pasar y otras que empezarían a hacerlo; cosas que tenemos tan normalizadas socialmente que lidiamos con ellas porque bueno, 'esto siempre ha sido así', pero que, en realidad, a algunos no nos representan.
Me desperté temprano, con pocas horas de sueño en el cuerpo, pero con la sensación de haber descansado. Sin el recuerdo de ninguna pesadilla, a diferencia de las noches anteriores, que llegué a despertarme bebiéndome mis propias lágrimas y sin acordarme de lo que había soñado, pero con una sensación de angustia y agonía desmesuradas.
Me miré al espejo y vi lo que llevo viendo estos dos meses que casi hace que no me maquillo absolutamente nada: ojeras, alguna arruguita de la frente en la que reparar absurdamente, los labios súper cortados y un grano nuevo donde más odio, cerca de la comisura.
Me vi especialmente fea y con una expresión de desidia de la que debía deshacerme por mi bien cuanto antes. Me vestí, me puse lo primero que pillé y me fui a ver a mi madre antes de entrar a trabajar (ya sabemos del poder sanador de los besos de una madre). Como siempre, llegué cinco minutos antes de la hora. Me senté en un banco a escuchar música, pero en la plaza había una excursión de un colegio y los chillidos eran más potentes que mis auriculares.
De repente, se me acerca un grupo de niñas. No sé cuántas eran, 8 o 10. Doce añitos tienen. Una de ellas, así como nerviosa, me preguntó si tenía Instagram. Les dije que sí, que por qué me lo preguntaban. “Es que… te hemos visto llegar y nos has parecido guapísima, nos encanta tu estilo y era por si no te importaba darnos tu Instagram”, me dijo una de ellas. “Me encantan tus vaqueros y esa chaqueta”, me dijo otra. Noté como mis mejillas, de repente, se maquillaban, pero de vergüenza. No era verdad lo que me estaba pasando. Llegué a preguntarles si estaban de broma.
Mientras las tenía delante y me deleitaba con sus pecas y sus sonrisas, pensé en lo bien que lo estaban haciendo esos padres y ese colegio. No pudieron ser más educadas y respetuosas. Quizás para alguno de los lectores esto que estoy contando sea una tontería. A mí, ver que esas niñas, que algún día serán mujeres, tratan a otras mujeres desde la admiración más sana y real, me parece una auténtica maravilla. Dice mucho de cómo serán el día de mañana: unas mujeres increíbles.
Eran del colegio ‘La Purísima’ de Santa Fe, al que desde aquí quiero dar mi enhorabuena por estar educando a esos niños desde el respeto y la gratitud. Naiara, Julia, Cintia, Alejandra, Irene, Daniela y Paula. Gracias por alegrarme el día cómo lo hicisteis. Tengo una foto vuestra, pero vais a cambiar más físicamente que yo (afortunadamente para vosotras y desgraciadamente para mí), así que, si alguna de vosotras vuelve a verme, paradme, porfa, que el abrazo de despedida de ayer me supo a poco.
Esto me hizo pensar, vuelvo a lo del principio, en el éxito de las palabras bien empleadas y en el daño, a veces inconsciente, que hacemos con otras. En lo pocos acostumbrados que estamos a que nos digan lo bonito que ven en nosotros y en lo normalizado que tenemos opinar gratuitamente del físico de los demás, sobre todo, para criticarlo. Todos hemos estado en ambos sacos alguna vez.
Desde hace algún tiempo estoy intentando eliminar de mi vocabulario expresiones que llevo usando media vida y en las que hasta ahora nunca había reparado. Expresiones que, en realidad, son todo lo contrario a mi forma de pensar, ser y relacionarme con los demás. Cosas que NO se deben decir.
'Hoy voy a gordear'
Esto lo decía cuando quería referirme a que iba a comer comida basura. Como si los gordos fuesen los únicos que consumen este tipo de comida o yo fuese a pasar directamente a estar gorda por comer comida basura un día. Es ofensiva, además de absurda. Ahora digo “voy a guarrear”, que suena mejor y deja lugar a todos los cuerpos, como debería ser con todo.
“Eh, ¡estás más delgada!” (léase en tono celebrativo y eufórico). Vale, sí, a lo mejor esa persona está más delgada. Normalmente, este comentario lo reciben más mujeres que hombres. Pero, ¿te has parado a preguntarte el porqué? ¿Sabes, acaso, qué hay detrás de esa pérdida de peso? ¿Si es una decisión tomada o si es la consecuencia de alguna situación emocional o física mal afrontada? Prueba a decir: “¿Cómo estás? Te veo algo cambiada físicamente, pero igual de guapa”. Lo mismo si, en lugar de perder peso, lo ha cogido.
'Tiene un cuerpazo'
Esto puede no ofender a nadie, pero a mí me da cada vez más rabia y, aunque aún la sigo utilizando sin darme cuenta, creo que cada vez lo hago menos. Todos los cuerpos son cuerpazos solo por el mero hecho de existir, de llevarnos y traernos, de caer y levantarse, de ser refugio para otros y, a veces, escudo para nosotros. O la expresión de “cuerpo normativo”. ¿Quién o qué la inventó y en base a qué? ¿Cómo se supone que tiene que ser un cuerpo?
'¿Cuándo vais a ser padres?'
Esta pregunta se la hemos hecho la gran mayoría de nosotros a alguien; algún conocido, amigo, familiar o pareja que llevase en relación mucho tiempo o que rondara una edad que, supuestamente, rozaba el límite establecido por la sociedad para tener un bebé.
A mí, como mujer de 34 años que, de momento, no es madre, ni creo que lo sea, me molesta muchísimo, considero que es una pregunta que sobra. Sobra porque, el hecho de que yo quiera ser madre o no, solo debería de importarme a mí, y porque no es querer y hacerlo, va muchísimo más allá de eso. Seamos realistas. Me sobra, en este caso a mí, porque tengo solo un ovario y mis posibilidades se han reducido, por ejemplo. Y no tengo por qué explicártelo si no quiero ni tú regalarme ese momento incómodo. Porque ¿qué pasaría si quisiera ser madre y estuviera intentándolo, pero no pudiera? ¿Cómo podría llegar a sentirme? Hay miles y miles de mujeres intentando ser madres sin poder, así que, porfa, tengamos un poco más de tacto y no pequemos de cotillas, que si ese momento llega ya te lo hará saber, si quiere, claro. Que igual tú estás preguntando a alguien que no tiene interés en hacerte partícipe de algo así.
Estos son solo algunos de los tantísimos ejemplos que podría poneros.
Ahora vayamos a lo que SÍ debemos decir, pero que normalmente no hacemos. Hace poco leí la ley de los cinco segundos; no estoy segura de que se llame así, pero sí de que algunos habéis leído también acerca de esto. Decir a alguien solo aquellas cosas sobre su físico que se puedan cambiar en cinco segundos. Lo que la otra persona no vaya a poder cambiar, no lo digas. Ejemplo de lo que se debe decir: 'Tienes un moco'. Algo que nos da muchísima vergüenza. A mí, en realidad, ninguna. En invierno siempre pregunto a las personas con las que estoy si tengo mocos, porque suelo tener helada la nariz y no sentirla. El tema está en que deberíamos de decirlo sin esperar a que sea preguntado. Más vergüenza da llevarlo que preguntarlo o que nos lo digan, ¿no? Mocos tenemos todos, joder.
Otro ejemplo: 'Tienes algo entre los dientes' (un paluego de toda la vida). Típico trocito de tomate rayado o de carne entre los dientes, que solo ves si te miras a un espejo. Lo feo que queda estar hablando con alguien mientras tienes algo en los dientes y que no te lo digan. Mirarlo, sí; decirlo, no, ¿no? Pues no. Si puedes permitirte mirar a la boca a otra persona puedes permitirte avisarle de que tiene algo en los dientes. 'Tienes la bragueta abierta'. Puede resultar incómodo que alguien, más si es un extraño, te diga esto, pero a mi parecer es más incómodo ir andando por ahí con ventilación sin ser consciente. Y ejemplos como estos, también podría poneros muchos.
Parece ser que todavía no somos conscientes de cómo puede influir el uso, el tono utilizado y el momento elegido de nuestras palabras en el bienestar de una persona. La conozcas o no. Simplemente, antes de hablar, piensa en cómo te gustaría a ti que te dijesen las cosas; qué necesitas oír y qué no, qué te hace sentir bien y qué mal. Y haz lo mismo cuando te dirijas a los demás. Creo que es bastante sencillo, pero cómo nos cuesta.
Le mando un beso infinito a esas preciosas niñas que, sin querer, me dieron una lección importantísima y a vosotros, otro. ¡Hasta dentro de dos jueves!