Nueva York en un poeta

Este 26 de junio se cumplen 95 años de la llegada de Federico García Lorca a la Gran Manzana

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Mural de Lorca realizado por El Niño de las Pinturas en Chinatown | Foto: Carlos Sánchez
Rafa Vega
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Fue un 26 de junio. Como hoy. También era miércoles. Pero de hace 95 años. Ha pasado casi un siglo de la llegada de Lorca a Nueva York. Pero al granadino casi le podemos sentir respirar en la Gran Manzana. Sólo tenemos que ponernos delante del inmenso graffiti que El Niño de las Pinturas pintó sobre una fachada que hay en Lafayette Street, en pleno Chinatown. Y basta con echar una ojeada a las cartas que envió durante aquellos nueve meses en los que escribió el libro que cambió el rumbo de la poesía hispanoamericana para seguir su rastro.

Gracias a esa correspondencia sabemos que, precisamente, en el barrio chino se perdió Federico uno de los días que salía a hacer recados. En lugar de coger el metro de la Sexta Avenida, tomó el de la Novena y acabó en una zona “llena de chinos y de letreros chinos”, donde comió en “un restaurante chino por 60 centavos una comida rarísima, fría toda, pero de cierto buen sabor indudable”. Un granadino de provincias perdido en la inmensidad de la urbe. Es lo que nos pasaría a cualquiera de nosotros en la Gran Manzana del siglo XXI.

La gran contradicción de Nueva York es sentirte solo rodeado de millones de personas. Pero Federico lo asumía con estoica ‘malafollá’: “Nadie puede darse idea de la soledad que siente allí un español y más todavía si este es hombre del sur. Porque, si te caes, serás atropellado, y, si resbalas al agua, arrojarán sobre ti los papeles de las meriendas”.

Tampoco es que la Nueva York que Lorca se encontró casi un siglo atrás sea muy diferente a la de ahora. Desde la ventana del John Jay Hall, donde se hospedó la mayor parte del tiempo que pasó entre rascacielos, nuestro paisano veía la Universidad de Columbia y el frenético ritmo de la ciudad. Pero también el miedo, la incertidumbre y la nostalgia de su familia. “Nueva York me parece horrible, por eso mismo voy allí”, le decía al escritor chileno Carlos Morla Lynch en una carta poco antes de dejar Granada.

Sus padres aceptaron el viaje, preocupados por los conflictos internos de su hijo tras la súbita popularidad de ‘Romancero Gitano’. El profesor y político Fernando de los Ríos, buen amigo de la familia, decía que “a Federico le conviene el choque con un mundo nuevo”. Así que pidió a Ángel del Río y a Federico de Onís que organizaran su alojamiento y su inscripción como estudiante. Ambos, además de un grupo de periodistas, aguardaban en el puerto de Manhattan bajo una intensa niebla la llegada del RMS Olympic que partió del puerto de Southampton el 19 de junio.

Furnald Hall fue la primera residencia en la que vivió Federico, en la habitación 617, en la sexta planta de un edificio de 10 en el que “cabe Granada entera”. Desde su ventana podía ver las pistas de tenis que por aquel entonces presidían el campus. Y sentía la brisa del Hudson River, lo que le evitaba un calor que comparaba con el que en Granada hace por estas fechas. Su cuarto no era caro (7 dólares a la semana), como dejó claro desde el primer momento, anticipando que el tema económico iba a ser un quebradero de cabeza durante su estancia. De ahí que en muchas de sus cartas recuerde que no se olviden de mandarle el dinero correspondiente al mes “para no quedarme colgado”. A cambio de la ayuda económica que le proporcionaría su familia, él prometía “con obra y con vida que serán orgullo vuestro y alegría”.

Imagen aérea de la Universidad de Columbia, donde Lorca residió la mayoría del tiempo que pasó en Nueva York | Foto: Carlos Sánchez

Imagen aérea de la Universidad de Columbia, donde Lorca residió la mayoría del tiempo que pasó en Nueva York | Foto: Carlos Sánchez

El estar rodeado de hispanohablantes como los mencionados Ángel del Río y Federico de Onís, además de León Felipe y Gabriel García Maroto, le permite una agradable adaptación, ya que hay que recordar que Federico no hablaba inglés. Para poder comunicarse, se pasa “un cuarto de hora buscando las palabras en el diccionario”. Como admitiría Federico de Onís, “lo extraordinario es que Federico no hablaba inglés en absoluto y ni siquiera pretendió estudiar esta lengua”.

Este grupo de españoles le guiaron y le incorporaron en sus actividades sociales. En su segunda noche salió a pasear por la ciudad y quedó maravillado por “los anuncios luminosos de colores que cambian y se transforman con un ritmo insospechado y estupendo, chorros de luces azules, verdes, amarillas, rojos… Más altos que la luna, se apagan y se encienden los nombres de bancos, hoteles, automóviles y casas de películas”.

“New York me ha dado como un mazazo en la cabeza”, escribía a su familia nada más llegar. Le impresionaron los “rascacielos iluminados confundiéndose con las estrellas, las miles de luces y los ríos de autos” en esta “Babilonia trepidante y enloquecedora”, como calificó a la ciudad en una de las primeras cartas que escribió a sus padres. Una colección epistolar que nos permite seguir la pista del poeta en Nueva York y comprobar lo rápido que se adaptó, ya que “las calles tienen su número y toda la ciudad es matemática y cuadriculada, única manera de organizar el caos del movimiento”.

El 8 de julio empieza las clases en Columbia, en el mismo edificio en el que reside. Su rutina será levantarse temprano, estudiar inglés, ir a clase, volver a su cuarto para escribir y comer. A Lorca le llama la atención la magnitud de la universidad (menciona que para el curso de verano hay 16.000 estudiantes matriculados). Además, le impacta la gran variedad de razas y religiones. Lo comprueba en sus visitas a la sinagoga judía Shearaith Israel (en la esquina de Central Park West con la calle 70) o a la iglesia ortodoxa rusa situada en la calle 121 y la Avenida Madison (en pleno Harlem).

Sin prisa, pero sin pausa, va escribiendo inspirado por las frecuentes visitas a los antros de Harlem, a altas horas de la noche. Los cambios de tono del trombón o los ritmos de los timbales le conmovían en lo más hondo, como dice en sus cartas. En las que menciona con sigilo que el libro que está preparando sobre Nueva York se publicará primero en inglés gracias a su relación con el editor Henry Herschel Brickell. En agosto ya había escrito los poemas ‘Norma y paraíso de los negros’ y ‘Oda al Rey de Harlem’.

Es entonces cuando Lorca cambia unas semanas el ruido de la Gran Manzana por la quietud de Vermont. Le despiden el 21 de agosto en Grand Central Station, una estación “que mete miedo a cualquiera”. Al volver a Nueva York el 19 de septiembre, se muda al remozado John Jay Hall de la misma Universidad de Columbia. Federico residió en la planta 12 (de 15), habitación 1231, desde donde veía todos los edificios del campus, el río Hudson, y “a la derecha, tapando el horizonte, un gran puente en construcción, de fortaleza y agilidad increíbles”. Se trataba del George Washington Bridge, que conecta Nueva York con Nueva Jersey.

En el reloj de sol de la Universidad de Columbia, con María Antonieta Rivas (la segunda por la izquierda) y dos amigos no identificados | Foto: Archivo Fundación Federico García Lorca

En el reloj de sol de la Universidad de Columbia, con María Antonieta Rivas (la segunda por la izquierda) y dos amigos no identificados | Foto: Archivo Fundación Federico García Lorca

A finales de octubre, el poeta presenció, en compañía de Gabriel García Maroto, Norma y Herschel Brickell, una apoteósica actuación de La Argentina en Town Hall. Tras el espectáculo, Federico insistió en presentarles a su buena amiga andaluza en los camerinos. Pero su intensa vida nocturna se ve equilibrada con los azarosos días escribiendo. “Creo que el poema que yo estoy realizando de New York con gráficos, palabras y dibujos es una cosa intensísima”, admite. Proyectos que tendrá que aplazar ante “la catástrofe de la Bolsa de Nueva York”. Lorca vivió en primera persona el crack del 29. “Yo estuve más de siete horas entre la muchedumbre en los momentos del gran pánico financiero. No me podía retirar de allí. Los hombres gritaban y discutían como fieras y las mujeres lloraban en todas partes”, describe mencionando el lunes y el martes negro (28 y 29 de octubre).

Se acerca la Navidad, y “todas las tiendas, teatros, cafés, fachadas, escaparates y casas particulares están llenas de coronas de muérdago con cintas rojas, en espera de la buena suerte”. En Times Square “se reúnen todas las locuras eléctricas y todos los ritmos mecánicos y todos los ruidos de metal y temblores increíbles”. Federico celebra la Nochebuena en casa de los Brickell. Tras una frugal cena, buscaron un taxi en plena nevada para ir a la Misa del Gallo en la abarrotada Iglesia de los Paúles (la Iglesia católica de San Pablo Apóstol, esquina de Columbus Avenue con la calle 60).

1930 empieza muy musical para el poeta. El 12 de enero asiste a un concierto de Ópera en el Metropolitan y en estos días contacta con el recién llegado Andrés Segovia. El 21 de enero da una conferencia en el Vassar College, “el colegio más distinguido de toda América y donde viven las millonarias”. Un grupo de estas alumnas lleva libros suyos para que Federico los firme. Son los días en los que Lorca se marcha del John Jay Hall para mudarse al piso de su amigo José Antonio Rubio Sacristán en el 542 de la calle 112 West. Vivirá allí hasta su marcha de Nueva York.

El 5 de febrero hay un banquete de despedida a La Argentina, donde Lorca leyó unas cuartillas que entenderían muy pocos de sus oyentes, casi todos anglohablantes. Al día siguiente comió en el restaurante de “un gallego socarrón” cerca del Hudson con la propia bailarina y con la cantante Lucrecia Bori. “Bebimos Anís del Mono y ellas lo celebraban, pero yo noté que nos daban una falsificación, ‘Anís del topo’”.

Unos días después, el 10 de febrero, dará la conferencia ‘Tres modos de poesía’ en el Philosophy Hall 301 de la Universidad de Columbia. Allí el antropólogo cubano Fernando Ortiz le confirma que la Institución Hispano-Cubana de Cultura le va a invitar a dar unas conferencias. Son en estas semanas, sus últimas en Nueva York, en las que coincide con el recién llegado Ignacio Sánchez Mejías. El 20 de febrero presenta la conferencia que imparte el torero y escritor (‘El pase de la muerte’) en Columbia. Allí Lorca da a su amigo “la alternativa en esta plaza de Nueva York”.

Días después, se anuncia que Lorca ofrecerá unas ponencias en Cuba. Estamos en el epílogo del granadino en la Gran Manzana. Antes de marcharse le da tiempo a ser el padrino del hijo de Juan de Onís. El 6 de marzo había prevista una charla de Lorca sobre poesía española contemporánea en la sucursal de la calle 115 de la Biblioteca Pública. A pesar de haber sido anunciada, incluso, en The New York Times, el poeta ya no estaba en Nueva York. Dos días antes, de manera imprevista, cogió un tren a Miami, con rumbo a La Habana.

Lorca vive en Nueva York. Y Nueva York vive en Lorca. Es la ciudad que, como granadino, siento cuando he vivido allí y cada vez que vuelvo. Una Gran Manzana a la que Federico dio un bocado universal que nos ha dejado un legado eterno en forma de poesía.

Sólo hay que abrir un poco los ojos para sentir al poeta en Nueva York. Una experiencia sensorial, pero que desafortunadamente no es física. Porque, aparte de ese inmenso mural en Lafayette Street, no hay nada que le recuerde. Ni en el campus de la Universidad de Columbia, donde residió la mayor parte del tiempo que pasó allí. Es otra herida que urge curar. Ahora que se acerca el centenario de su llegada a Nueva York sería un gran momento. Porque, como le gustaba decir, “he hecho lo más difícil: he sido poeta en Nueva York”. Para terminar dejando claro que “he dicho ‘un poeta en Nueva York’ y he debido decir ‘Nueva York en un poeta’”.

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