"Mi madre depende completamente de la luz por su oxígeno"

Isabel relata las dificultades con las que vive su madre, vecina de 97 años de la zona Norte, que precisa de un aparato para compensar la capacidad que ha perdido su pulmón

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Isabel (izquierda) y Clemencia relatan a GranadaDigital cómo es su vida con cortes de luz en la zona Norte | Foto y vídeo: Víctor Philipps
Mariona Gallardo | Chema Ruiz
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Los cortes de electricidad se escuchan en la casa de Clemencia Correa, en la zona Norte de Granada. Es automático: en cuanto el suministro se interrumpe, un fino pitido recorre cada habitación del piso en el que lleva viviendo medio siglo, ahora compartido con su hija Isabel. Es el sonido que emite su concentrador de oxígeno en cuanto deja de recibir corriente. El aparato, surtidor del gas de la vida, compensa la capacidad que uno de sus pulmones ha perdido con el paso del tiempo. "Mi madre depende completamente de la luz", sentencia su hija, sentada a su lado en el sofá en el que recibe la visita de GranadaDigital. Se resguarda del frío bajo una gruesa manta a la que se aferra mientras por la ventana ve caer el sol hasta que se pierde en el horizonte. Tiene 97 años, demencia senil y su mirada no pierde detalle. Sus ojos brillan con inquietud en cuanto escucha hablar de los apagones que intermiten su vida.

"Para mí es muy duro, pero para ella es todavía mucho peor, porque está en una situación en la que precisa del oxígeno las 24 horas. Le temo a que llegue la noche", se encoge Isabel. Esta electrodependencia está certificada, como pudo comprobar este periódico. De ahí, ese miedo a lo que viene tras el atardecer. Porque no falla casi ningún día. "Ayer se fue a las nueve y vino a las nueve y media, pero después se fue a las once menos cuarto y volvió a las dos menos diez de la mañana", apunta la hija de Clemencia, quien relata que su madre "se pone nerviosa". "Al no tener brasero, nos quedamos heladas de frío. Tengo que llevarla a acostarla más temprano. Me dice que hasta que no quiere hasta que venga la luz", narra su cotidianidad. "Es un suplicio para ella", suspira, mientras de reojo comprueba que la penumbra llega a la calle. "Está oscureciendo y ya tengo unos nervios que no me dejan".

Isabel lleva once años cuidando a su madre, el mismo tiempo que Clemencia lleva unida al aparato de oxígeno -a decir verdad, es el segundo que tiene, pues el primero tuvo que ser reemplazado porque la elevada tensión con la que regresa el suministro tras cada corte lo estropeó-. "Tiene que tener la máquina siempre conectada. Si pasa muchas horas, no le llega el oxígeno", aclara. De ahí, el miedo que infunden los cortes de luz, que con el paso del tiempo se entremezcla con "una impotencia muy grande". "Es una mujer que ha vivido una niñez muy mala, que no ha tenido de nada. Ahora, que puede vivir a gusto y tranquila, que la dejen. Que disfrute los cuatro días que le queden de vida, que pueda estar en paz y tranquila", ruega al tiempo que sus ojos, vidriosos, dejan caer una lágrima. "A mí me da por llorar", se excusa, con una duda retumbando en su cabeza: "¿Por qué no tengo luz si yo la estoy pagando?".

-¡Coño, deja que casque yo! -interviene Clemencia, con gracia, de forma repentina.

-¿Cómo vive cuando se va la luz?

-Pues con un apuro muy grande de estar aquí a oscuras, como estuvimos anoche. En esa oscuridad tan fea. Yo decía 'madre mía', si tengo que bajar las escaleras ahora, no las bajo. Y no las bajo, porque no puedo. Tengo que ir agarrándome de la baranda. Y hace muchísimo frío. Mucho. Eso ha sido… No poder quitarme las mantas de encima. ¡Vaya!

Isabel, mientras, va haciéndose a la idea de que en breve tocará hacer la cena. No tiene problema para cocinar porque tiene un sistema de gas, pero sí para el resto de menesteres. "Procuro darle la cena un poquito antes y, para cuando ya se ha ido la electricidad, está lista. Me espero un poquito y cuando esto ya se ha quedado más frío, digo 'vamos a acostarnos'", puntualiza. Y de repente, durante la charla, un fundido a negro en todo el piso y un pitido turbador. "¡Ya se ha ido la luz! ¡Esto no puede ser! ¡Vamos a por el farolillo!", exclama, siempre a mano el artilugio que ilumina algo en las noches sombrías. "Endesa nos tendría que pagar las pilas que gastamos", sugiere, entre la broma y el hartazgo. Toca marcharse, porque el corte puede hacerse demasiado duro. "Esto es un agobio. Así no se puede vivir. Esto no es calidad de vida", lamenta.