Investiduras con mal pie
Imaginemos una norma que estableciera la inhabilitación de los políticos incapaces de salvar la actual situación de bloqueo en torno a la investidura del presidente. Dicho de una forma más directa: se celebran elecciones, sale un ganador en minoría, se abre un plazo de negociación y diálogo que, vencido el tiempo determinado por la norma -pongamos cuatro meses-, se convocan de nuevo elecciones. Hasta aquí, más o menos lo que actualmente existe. Solo que… los políticos que no han sido capaces de transigir y ceder, estuvieran inhabilitados para esa nueva convocatoria. ¡Esta misma tarde se desbloquea la investidura!
Qué digo esta tarde, ¡ayer! Más aun: ni siquiera hubiéramos llegado a esta situación en la que los líderes políticos trabajan ya en el escenario de la repetición de elecciones y van cargándose de argumentario para cuando llegue el día definitivo -que ojalá no llegue- poder lanzar las culpas sobre el adversario, en un episodio más del maldito vicio de la política española en la que nadie habla para los otros y todos se dedican a reforzarse ante sus propios, en la que nadie trata de convencer y todos solo se sienten obligados ante sus propios convencidos.
Abocados a este nuevo trance de ridículo electoral en redifusión (me refiero a las generales. De las autonómicas en Madrid doy por hecho que por más postureo que hagan habrá acuerdo final), ante el que todos van tomando posiciones, la investidura aparece así como un escollo insalvable que remontando al periodo de la transición en que quedó inscrito en la entonces flamante Constitución representa ahora todo lo contrario de lo que -seguro- imaginaron los constituyentes en aquella bendita época de consenso y concesiones mutuas.
Una investidura que entró con mal pie desde el mismo momento en que comenzó a aplicarse en cuanto la Constitución entró en vigor. Adolfo Suárez había convocado elecciones tras la aprobación de la Carta Magna. Era 1979 y celebrados los comicios el 1 de marzo, el 29 del mismo mes el entonces presidente, negociados los apoyos que necesitaba para ser investido, fue votado por una mayoría suficiente. Votación directa sin debate. El ‘follón’ que se formó en el Congreso fue considerable. Landelino Lavilla, presidente de las Cortes, declaró “solventada la cuestión” entre el pateo de toda la oposición, incluidos algunos de los grupos minoritarios que habían apoyado a Suárez. Y a Lavilla no le quedó más remedio que prolongar la sesión a la tarde de aquel viernes -en aquella época, los diputados no se daban a la fuga el jueves- en un acalorado debate en el que los distintos grupos al menos pudieron explicar la razón de su voto.
De la siguiente investidura, la de Leopoldo Calvo-Sotelo, mejor ni recordar que tras la primera votación fallida, el 20 de febrero de 1981 -era viernes, en aquella época los diputados no se daban a la fuga el jueves-, se llegó a la segunda votación, en la que bastaba recoger más ‘síes’ que ‘noes’, el 23 de febrero -era lunes, en aquella época la semana de los diputados no comenzaba los martes-, sesión del 23-F cuya sola evocación nos coloca en la peor de las pesadillas.
Con esos antecedentes basta para imaginar que tan solo las mayorías absolutas de Felipe González, José María Aznar y Mariano Rajoy representaron una investidura sin sobresaltos. Cuando las tuvieron. Porque en 1989 la cuestión gravitó sobre un diputado canario de sonora rima, Mardones, por un disputado voto y en un escenario de insidias alentadas por un reputado periodista muy activo después entre los ‘conspiranoicos’ del 11-M. Así, cuando González en 1993 necesitó del apoyo de CiU, sobre los catalanes que iban esparciendo por aquellos años el polvo de estos lodos, cayeron toda suerte de maldiciones y críticas ridículas hasta el paroxismo, como aquel diario local que llegó a relacionar la designación de un catalán para dirigir la Orquesta Ciudad de Granada (OCG) por imposición de Pujol a Felipe. De la primera investidura de Aznar y su victoria en minoría en 1996 baste decir que tardó en ser proclamado presidente más días que los que llevaba ahora Pedro Sánchez cuando estos días el popular lanzó su diatriba al actual presidente en funciones. Desde el 1 de marzo de victoria electoral al 5 de mayo en que salió investido en primera votación, más de los dos meses en que urgió de urgencias a Sánchez y arremetió contra la influencia de los nacionalismos en el Gobierno de la nación en un episodio de amnesia selectiva que le llevó a obviar su repentina conversión desde el “Pujol, enano, habla castellano” a hablar catalán “en la intimidad” o aquel irrepetible cínico peneuvista vasco, Arzallus, que salió de Moncloa tras una reunión con Aznar con una frase antológica: “Hemos conseguido en una tarde más que en trece años”. De la de Rajoy en minoría, por reciente, poco hay que decir, salvo que esos meses de inacción obligada debieron representar una bendición del Cielo para un ‘don Tancredo’ vocacional…
Con tales precedentes, llegamos a los días del presente con estos protagonistas de ahora que ni siquiera dignan una concesión a los escépticos que no estamos ni con unos ni con otros, que asistimos impotentes a la escasa profesionalidad de la clase política más profesionalizada de Europa -en el peor sentido de la palabra ‘profesionalizada’- y su incapacidad congénita para ‘leer’ los resultados electorales y trabajar en la clave inequívoca que reflejan cuando no hay mayorías claras: que los vencedores no pueden imponer un programa concreto porque no lo han querido así los ciudadanos; que los perdedores no pueden instalarse en la negativa frontal porque no lo han querido así los ciudadanos; que todos tienen que ceder y conceder porque sí lo han querido así los ciudadanos.
Ese Sánchez que espera sin moverse ni un ápice confiado en la ‘doctrina l’Oreal’ (‘porque yo lo valgo’); esa carta que invoca el comportamiento del PSOE cuando era Rajoy el que esperaba y exhorta al PP a abstenerse, obviando el pequeño detalle de que fue Sánchez el que se enrocó en el ‘no es no’; ese Casado torero que ni se inmuta cuando le pasan grabaciones de hace unos años, cuando Rajoy esperaba: “Imaginemos que el PSOE le saca 52 escaños y dos millones y medio de votos al PP, ¿alguien podría entender que bloqueáramos la investidura del líder socialista?”; ese Rivera que en su eterno viraje a la derecha todavía no sabe qué quiere ser de mayor; ese Iglesias que hace cuatro años salió de ver al Rey reclamando para sí medio gobierno -ya hecho por él- y la Policía y el CNI y… ahora se conformaría con un ministerio…
Y lo peor es que si se repiten elecciones el resultado variaría muy poco del actual- Pues eso. Que así nos va…