La juventud está cargada de futuro

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Ana Terrón | @AnaTerron_
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En nuestra sociedad las políticas de juventud tienen como objetivo la promoción de la participación, esto goza de un extendido y amplio consenso, aunque no se haya hecho del todo realidad.

Actualmente, se ha incorporado con fuerza la finalidad de promocionar el acceso a una plena ciudadanía a los jóvenes, lo que implica mejorar su calidad de vida, sus derechos, el acceso a un empleo y una vivienda digna, así como su plena inserción en las dinámicas y en las prácticas sociales e institucionales de un sistema democrático. Son políticas de transición, porque apoyan a los jóvenes en su itinerario hacia la vida adulta; y emancipadoras, porque esta transición se produce desde la dependencia hasta la autonomía personal, es decir, hasta la consecución de un estatus de adulto emancipado. Sin embargo, la actual situación socioeconómica ha dejado entrever la fragilidad de estas políticas, al ser incapaces de dar respuesta a las necesidades concretas que se están produciendo ante tal coyuntura. El resultado es una juventud mermada y anclada, incapaz de satisfacer no solo sus derechos, incluso sus deberes, que ha llevado a tantos jóvenes al exilio económico.

El predominio de esta definición de políticas de juventud se establece no por oposición a la definición constitucional del objetivo de la participación, sino más bien como superación de la misma, en una gran medida porque se supone que el propio concepto de ciudadanía (y su adaptación a las trayectorias juveniles) responde a la lógica de la civilización democrática que expresa la expansión de los derechos de ciudadanía. El argumento de que la participación aparece ligada a la emancipación es muy importante y además justifica la hegemonía del modelo, pero quizás por esa razón haya que dedicar alguna atención crítica al concepto de políticas de transición, porque a pesar de todo, esta definición se ve afectada por algunos problemas residuales.

La idea de proporcionar el acceso puede interpretarse como un intento de poner en evidencia una carencia propia y específica de los jóvenes, es decir, son sujetos a los que les falta “algo”, cuando, en realidad, en las actuales sociedades democráticas, y especialmente en este momento de crisis socioeconómica, las carencias relacionadas con la ciudadanía son mucho más generales y afectan a todas las edades. Pero existe una falacia en estas sociedades, ya que aparece un cierto déficit de representatividad y además están lejos de garantizar la plena ciudadanía para el conjunto de personas que forman parte de las mismas. Aunque la adquisición de una plena ciudadanía parece muy lícita y muy necesaria, porque se trata de uno de los grandes objetivos del proyecto ilustrado y democrático, no es un tema pendiente y exclusivo de los jóvenes, sino que es una carencia que afecta a todos.

Limitar el cambio a las acciones de los jóvenes, supone asignarles una condición histórica especial, además de atribuirles la responsabilidad a su condición primaria en relación al logro del objetivo de la plena ciudadanía, para compensar la responsabilidad de la sociedad que no facilita los medios para alcanzar este objetivo.

Este enunciado supone un bucle cultural que se retroalimenta una y otra vez, porque si la juventud es siempre la esperanza de futuro y las generaciones se van reemplazando las unas a las otras, los portadores de esperanza se convierten, con el tiempo, en adultos que participan del discurso de la esperanza en la nueva generación. Se podría decir que hasta los treinta años tu obligación es “cambiar el mundo” y a partir de los treinta la nueva obligación social consiste en aceptar que has fracasado en la tarea y donarle la responsabilidad a una nueva generación de supuestos titanes y criticarlos por su incapacidad. Y así, la sociedad no evoluciona, no cambia, permanece anclada en un bucle infinito, en el que solo se transmite frustración, inmovilidad y pasividad.

Centramos así la esperanza social (en este caso la utopía del buen ciudadano) en un sociedad de plena ciudadanía y de la imagen negativa de esta misma carencia (no son aún ni buenos ni plenos ciudadanos como si todos los demás lo fueran). ¿Por qué no toda la ciudadanía, independientemente de su edad?

La clara consecuencia es que las Políticas de Juventud, se sitúan en un territorio difuso, donde el supuesto “deber ser social” se atribuye a unos agentes con poco poder para obtener estos logros, puesto que se les roba importancia, se les tutela y se les ningunea. Un ejemplo vigente de ello es el cierre del Botellódromo, algo que no se hace porque represente un serio peligro para la concepción saludable del ocio en los jóvenes o porque se plantee la importancia de la participación y las alternativas culturales, no. Se cierra porque molesta a los vecinos, quedando relegada a un segundo o tercer plano, la preocupación por nuestros jóvenes, y si así lo es, demostramos una vez más nuestro paternalismo cuando seguimos sin activar la participación para que sean ellos mismos quienes generen el debate y los espacios que nos conduzcan a alternativas trabajadas y lideradas por ellos.

El resultado de esta falta de inversión en políticas de juventud para jóvenes pero sin los jóvenes, deja como resultado un bucle paradójico. Basamos nuestra esperanza en una juventud a la que despojamos de su fuerza, de su papel, y le arrebatamos los medios. Y sin embargo, cuando no llegan a la utopía que les trazamos, entonces los responsabilizamos.