La mejor decisión de los últimos años

psicólogo (2)
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Granada, 22 de junio

Son cerca de las 2 de la tarde. Hace un día precioso y una temperatura por la que pagaría para que se mantuviera todo el verano.

Qué irónico: hace una semana, aún en primavera, estábamos a 40 grados y ahora, con el verano llegado hace escasas horas, el termómetro marca 26, casi la misma temperatura a la que tuvimos que poner el aire acondicionado hace unos días muy a nuestro pesar; era eso o que Goku entrara en depresión. 

Quizás debería estar pensando en qué voy a comer, pero he desayunado mucho, como a mí me gusta, y pensar en comida sin hambre me cierra aún más el apetito.

Así que aquí estoy, delante de una pantalla que tiene vuestro nombre, con un café helado en la mesa y dispuesta a abrirme en canal con esta columna.

Llevo bastante tiempo queriendo escribir acerca de esto, pero entre el bloqueo de estos meses, que tan ahogada me ha hecho sentir a veces, y el cuál he aprendido a aceptar y gestionar sin presionar/me, la falta de tiempo y el recuerdo de lo pequeñita que me vuelvo a veces al hablar de este tema, no he encontrado el momento hasta hoy.

Hasta ahora, justo ahora. 

Ahí voy: 

Llevo un tiempo yendo a terapia.

No entiendo cómo he podido estar rehuyendo de algo tan sano y necesario tanto tiempo; cómo sentía algo parecido a vergüenza cuando se paseaba por mi cabeza la idea de que quizás era momento de asumir que iba a necesitar ayuda de un profesional para salir del bucle emocional en el que andaba (y, a veces, aún me dejo caer) inmersa desde hacía tantos meses y que empezaba a generarme la misma ansiedad que me generan los laberintos sin salida.

De hecho, empezaba a parecerse mucho a uno de ellos.

Quien me conoce desde hace tiempo sabe que estos dos últimos años he estado ‘luchando’ por recuperar mi esencia; por ser esas castañuelas sonando todo el rato, esa sonrisa imborrable, ese ápice de esperanza infinito, ese nervio imbatible, ese optimismo innato.

El ‘antes y después’ que tan patas arriba me puso la vida me mostró una faceta mía que, o bien no existía, o yo tenía tan profundamente escondida que ya me había olvidado de ella: la de mostrar que las cosas me duelen más allá de lo que duran.

Pensamientos en los que regocijarme una y otra vez. Recuerdos ya vacíos que, para mí, pesaban cada día más y más. La incapacidad de aceptar que ha pasado equis cosa de equis manera porque, por algún motivo, así tenía que ser.

Un cúmulo de emociones que me han robado el sueño durante mucho tiempo y me han hecho derramar tantas lágrimas como heridas abiertas mantenía.

Y entonces llega a mi vida Candela, mi psicóloga.

El día de antes de ir a mi primera sesión de terapia los nervios me comían por dentro. Era una mezcla de ilusión y de miedo; ilusión por saber que había tomado una más que correcta decisión y miedo porque saber que también iba a remover y mentar ciertas cosas que yo había decidido enterrar porque creía que así nunca más dolerían.

Y qué equivocada estaba.

-“Los psicólogos no curamos, no tenemos una varita mágica con la que poder quitaros de un soplido lo que a vosotros os está quitando la paz. Yo voy a intentar que, con todas mis herramientas y tu voluntad, aprendas a gestionar esas emociones que, a día de hoy, te vienen grandes”-, me dijo Candela.

Después de verla por primera vez, de escucharme verbalizando cosas que jamás antes había sido capaz, mi alma se quedó un rato allí con ella, abrazándola, y mi cuerpo volvió a casa solo, como por inercia.

De hecho, es algo que me pasa en la mayoría de las sesiones.

¿Cómo había podido ser capaz de mostrarle mi lado más vulnerable de esa manera a una persona que no conocía de nada?

¿Cómo era posible que esos ojos, que nunca antes se habían detenido en mí, fueran capaces de otorgarme esa paz que tanto tiempo llevaba buscando y añorando?

Algunas sesiones después, puedo decir con la boca bien grande que ir a terapia me está ayudando mucho.

Mi relación con la ansiedad es cada vez más distante y ahora la excepción es la noche que no puedo dormir. 

Estoy aprendiendo a no invalidar absolutamente ninguna de las emociones que vengan a visitarme, a abrazarme en todas mis versiones y a no avergonzarme de lo que siento que, al fin y al cabo, es lo que soy.

He guardado los disfraces en una caja y las tiritas, también. Ahora, me miro al espejo en los días feos y las heridas están secando al aire.

Ya no me pongo nerviosa cuando se acerca el jueves de sesión: ahora me pongo contenta.

Ya no tengo miedo de decir que estoy yendo a terapia: ahora me siento orgullosa.

De mí y de Candela. De su trabajo y del mío.

Yo era de ese tipo de personas que pensaban que el dolor del alma lo único que necesitaba para sanar era tiempo.

Y aunque a veces es así, otras veces necesita mucho más.

Yo necesitaba algo más que tiempo, necesitaba ayuda de un profesional.

Y es la mejor decisión que he tomado en estos dos últimos años.

Me da muchísima pena saber que hay personas que de verdad necesitan ayuda y que no pueden, en este caso como yo, apretarse el cinturón para ir un par de veces al mes a terapia. 

Sueño con el día en el que todo el mundo pueda tener acceso a ella.

Es lo justo.

Después de un mes sin aparecer por aquí, os abrazo con toda mi fuerza.