Los días que vendrán

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Repartidor que continúa su trabajo durante el estado de alarma | Foto: EP
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La vida sigue igual en estos reducidos confines donde transcurre desde hace muchos días nuestro horizonte cotidiano. Las cifras frías van aumentando, pero salvo para aquellos que tienen un ser querido en el hospital o allí se encuentran ellos mismos o, peor aun, han perdido a un familiar o allegado entre los millares que se ha cobrado esta plaga, seguimos sin ponerle cara al coronavirus y sus consecuencias, confiados en que este aburrimiento es el mal menor, que en quince o treinta días habremos recuperado la normalidad de las cosas pequeñas, como hasta hace poco era tomarse un café o viajar a la playa en fin de semana, acudir al trabajo diario o asistir a clase.

Todo eso se nos rompió y estamos a la espera del día en que conoceremos la dimensión real de esta catástrofe. Por lo pronto nacen augures, cronistas, brujos y sabios que alucinan con lo que vendrá: en el mejor de los escenarios, una caída del tres por ciento en el PIB que, con previsiones optimistas, se recuperaría en el año siguiente hasta un 2,8. Es decir, que en dos años no habríamos alcanzado el nivel anterior a la crisis. Son los conocidos efectos de la crisis y su salida, que los analistas dibujan en forma de U, cuando a la caída le sigue una fase de hundimiento antes del primer tímido repunte, o V, que produce la subida inmediata cuando se llega al nivel más bajo. Aunque otros directamente hablan de L, que con los dos ejemplos anteriores puede el lector imaginar el panorama que seguirá a la bajada.

La prioridad, es obvio, radica en curar a los enfermos y evitar que siga aumentado el número de fallecidos. Pero, entretanto, no hay que ser un economista titulado en Harvard para calcular las consecuencias de esos datos que nos golpean con la misma crudeza que las cifras de infectados. Cada día estremece casi tanto como la fatalidad de la infección conocer que hay otra y otra y otra gran empresa que ha dictado una regulación temporal de empleo. Todo ello supone una carga sobre las arcas del Estado de una gran parte de los costes salariales y sociales de plantillas y más plantillas. Arcas del Estado que, además, están exhaustas por los costes de esta lucha sanitaria y que, en este trance, dejan de recibir las aportaciones de ese inmenso número de trabajadores que en su situación de paro dejan de cotizar.

Con todo, otro elemento para la inquietud y no menos importante radica en el deteriorado colchón social que en la crisis de 2008 mantenía niveles suficientemente gruesos para amortiguar los efectos de aquellos tremendos momentos. Hoy, el contexto es distinto. La capacidad de las familias, que entonces dieron todo lo que podían dar, es mínima ahora para sostener unos efectos como aquellos. O peores.

Y todo, en un escenario de radicalización como el que ha atravesado en los últimos años a la sociedad española. El peor clima para salir de situaciones como la que nos atenazan. Lo siento por todos, pero esta recóndita columna no aprecia elementos para la esperanza. Hay un dato positivo dentro de la negatividad globalizada que se ha cernido sobre el mundo entero: al tratarse de una crisis que afecta a todos por igual habrá también soluciones conjuntas, compartidas e internacionalizadas. Así debería ser. Solo que... con solo mirar al actual inquilino de la Casa Blanca se intuye que esperar de él una iniciativa parecida a ese 'Plan Marshall' con el que se superaron los efectos de una tragedia como la II Guerra Mundial es, en la tesitura de ahora, como esperar que nieve en Almuñécar a mediados de agosto... Y si podíamos esperar a cobijarnos bajo el paraguas de la Unión Europea basta con analizar la postura de nuestros vecinos del norte, enrocados en su negativa a los eurobonos con que paliar la situación que están afrontando los gobiernos de España e Italia. Sencillamente, en Alemania y Holanda hay elecciones en el horizonte y sus gobiernos son conscientes de que medidas de laxitud económica para ayudar a españoles e italianos resultarían impopulares entre sus votantes.

Un pesimista es un optimista informado. Hemos basado nuestra actividad económica en el sector servicios, el más vulnerable a los imprevistos, y sus consecuencias ya las estamos sintiendo. Tenemos, además, un ejemplo cercano de la dificultad por acercarse a la normalidad incluso entre quienes intentan continuar: esa recogida del espárrago que tropieza con un mercado mayorista clausurado en las actuales circunstancias.... Esta pesimista y recóndita columna quiere equivocarse. Recuperemos a los enfermos, lloremos a nuestras víctimas, confiemos en las autoridades que han tenido que enfrentarse en tiempo real a un enemigo descomunal, desconocido y sin precedentes, aplaudamos a quienes nos están cuidando​: el personal sanitario y los que vigilan, policías, guardias civiles y soldados, expresemos nuestra solidaridad y disposición con los golpeados por esta plaga... Y confiemos en que la salida a esta crisis sea la más pronta y llevadera de entre todas las posibles.