Machitos
El viernes presencié un incidente bochornoso.
Paseaba al perro por mi barrio a primera hora de la mañana y, mientras recogía los excrementos del animal, vi al fondo de la calle un todoterreno parado frente a un edificio en obras.
No le presté mayor atención hasta que, unos minutos más tarde, empezó a sonar un claxon de manera insistente y escuché, a lo lejos, los exabruptos de unos hombres corpulentos que descargaban espuertas en el portal frente al que estaba detenido el vehículo.
El claxon no dejaba de sonar y algunos vecinos empezaron a asomarse a los balcones.
Entonces me picó la curiosidad y me acerqué al lugar del que procedía ese pitido incesante.
Y me encontré con la siguiente escena: el land rover, que ocupaba toda la calzada –las calles de mi barrio son estrechas y, además, tienen a ambos lados unos pivotes que limitan aún más el espacio- tenía enganchado un remolque desde el que tres hombres, dirigidos por quien parecía ser el dueño del coche y de la casa, cogían sacos de arena y de cemento y los introducían en la vivienda que estaban reformando.
Detrás, una mujer de mediana edad tenía las dos manos hundidas en el volante de su citroën y voceaba para quien quisiera escucharla que llevaba un cuarto de hora bloqueada, sin que aquellos individuos se hubiesen siquiera dignado a pedirle disculpas.
Para los obreros y su jefe, según pude comprobar con mis propios ojos, la señora era invisible, pero eso no impedía a la cuadrilla de trogloditas hacer bromas patosas a su costa o dirigirle, sin mirarla una sola vez, toda clase de zafiedades.
Allí estaban los cuatro machitos, con el todoterreno y el remolque taponando la calle mientras se les pusiera en las narices, sin importarles que ella, la puta loca, la tía porculera de los cojones, también tuviera un trabajo al que llegar puntual.
Pero la cosa iba a peor. Cada vez eran más numerosos los vecinos que insultaban desde las ventanas a la conductora e incluso un chico joven comenzó a grabar la escena con el móvil mientras impostaba una voz en off e improvisaba también comentarios groseros hacia ella.
La mujer estaba a punto de echarse a llorar de rabia y de impotencia.
Yo tendría, entonces, que haber cogido del pecho a los tipejos de las remeras y al cabrón de su jefe y haberle mentado los muertos al niñato del iphone, pero una extraña prudencia me lo impidió y, con la falsa coartada de que también tenía prisa, doblé la esquina y dejé allí sola a aquella pobre mujer, con la cabeza apoyada en el respaldo del asiento, al borde de las lágrimas.
Debería haber atado al perro a un bolardo de la acera y haberme liado a hostias con esa gentuza, pero no lo hice y, desde entonces, tengo una sensación molesta que se parece bastante a la mala conciencia.
Esta columna no es más que un torpe e ineficaz intento de mitigarla y de pedir perdón a esa mujer desconocida a la que, por falta de coraje, dejé a merced de una turba de hombres miserables.