Musas, literatura... y drogas

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«Solo tú haces estos regalos al hombre y posees las llaves del paraíso. ¡Oh justo, sutil y poderoso opio!»

Una hermosa y siniestra pantalla de humo se ha encargado de nublar y oscurecer la figura del artista desde el Romanticismo. No obstante, aunque sea en este período cuando se coloque de forma deliberada, ha tenido que existir por fuerza desde que el primer ser humano comprendió la belleza que danza en torno a la muerte. Esta pantalla se encarga de que el artista luzca como una oscura silueta, un delicado contorno apenas definido que genera rechazo y encandilamiento a partes iguales. Como un psicópata.

Me preguntaba hace unos días un camarero del Gran Café Bib-Rambla si considero que, para escribir, es mejor estar triste. Es esa pantalla a la que me refiero la que ha generado este tipo de rumores: el artista depresivo, amargado, misántropo. El artista perturbado, lunático, demente. El artista que coquetea con la magia. Y con los polvos mágicos. No. No es mejor estar triste para escribir. Ni para escribir ni para nada. Uno tiene que luchar por ser feliz. Cosa distinta es que lo consiga.

Hay estudios que vinculan el talento creativo y la salud mental. Señala el profesor Patel que «los circuitos cerebrales que son la fuente de la creatividad son los mismos que los de la enfermedad mental». Quizás no sea tan complicado, quizás, simplemente, el artista es alguien que ve. Y lo que se ve con los ojos, no nos engañemos, no es muy apetecible.

Pero, ¿qué hay de lo que no alcanza a las retinas? Lo que no se ve, pero está ahí. ¿Qué hay de lo que nos está vetado por nuestra mediocre y escasa condición de seres humanos? La vida tiene que ser algo más que ir a la oficina de ocho a tres, dar la merienda a los niños y leer unas páginas del bestseller de moda. ¿Qué hay de eso?

La difusión de las drogas como tema o vehículo artístico –prescindamos de connotaciones sociales, por favor– nace con el Romanticismo. Anhelantes de nuevas visiones, estados más altos del espíritu, inspiración o, simplemente, percepciones idílicas –o aterradoras– los románticos  optaron por abrirse a un mundo tan sugerente como disociativo en el que el sistema nervioso central pasaría a llamarse opio, láudano o haxix.

Cómo no empezar por Thomas de Quincey y sus Confesiones de un comedor de opio inglés (1821). Si bien esta no es su mejor obra, está a la altura de la extraordinaria delicadeza y sensibilidad del artista. No narra en ella las influencias de la droga –nada más lejos de la realidad, no seamos vulgares– sino sus influencias en la mente, la posibilidad del sueño, de la fantasía, de lo que no se ve con los ojos. (Aprovecho la ocasión para recomendarles el que es su mejor texto y uno de los más altos que se escribirán jamás: Del Asesinato considerado como una de las bellas artes). Baudelaire, que incluso acuña el término paradis artificiels, explora mundos nuevos y deshabitados bajo la influencia del psicotrópico y les regala vida. Lleva los sentidos hasta el extremo, prescinde de su propia carne, se despoja de todo lo que lo hace humano... y muere. Muere para renacer en otro universo. Llamémoslo Las flores del mal.

Poe fue encontrado cuatro días antes de su muerte delirando en las calles de Baltimore. Fue llevado al hospital donde murió el 7 de octubre de 1949, a los 40 años de edad, sin conseguir explicar cómo había llegado a dicho estado. En este caso, las drogas no pretendían estimularle, sino paliar sus pesares y angustias. No obstante, el dolor –afortunadamente– se derramó en sus portentosas creaciones, regalándonos de esta manera versos, como el que sigue, que quizás no puedan ser escritos bajo un estado de conciencia no alterada:

 

«And his eyes have all the seeming of a demon’s that is dreaming,»

(«Y sus ojos tienen la apariencia de los de un demonio que está soñando,»).

 

Poco se ha dicho sobre la droga más potente a la que estos maravillosos autores eran adictos, aquella que es capaz de transformarlo todo, de hacernos morir y vivir en cuestión de un instante. La literatura, claro.