Noa, una voz tan bella como la vida

La cantante israelí exhibe un prodigioso canto en una noche en la que logra una conexión casi espiritual con los privilegiados que asistieron al Teatro del Generalife

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Noa en su concierto en el Teatro del Generalife en el ciclo '1011 Músicas - CaixaBank' | Foto: Gabinete
Juan Prieto
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Para mucha gente, escuchar a Noa es sentir que la vida te exhibe parte de su belleza. Aunque sean solo las dos horas que transcurren durante el concierto, percibes que hay personas que se evaden de su alrededor y logran conectar con ella. La voz de la artista israelí es prodigiosa, envuelve y genera sentimiento en cualquiera de los idiomas que domina, especialmente el hebreo. Es una experiencia recomendable. A los matices de ese canto, los 55 años que le alumbran le añaden un toque de madurez que hipnotiza. Es fácil comprender que estrellas del nivel de Sting, Stevie Wonder, Carlos Santana, Andrea Bocelli o George Benson, por citar algunos, quedaran encandilados en duetos o colaboraciones por todo el mundo que permanecen en el recuerdo. Anoche, se permitió el lujo de cantar diversas versiones de artistas como Joaquín Sabina (‘Tú y yo’), Joan Manuel Serrat (‘Es caprichoso el azar’), Alan Parsons (‘Eye in the sky’) o John Lennon (‘Imagine’).

En el Generalife vi momentos que rozaban lo espiritual en personas que casi ni pestañeaban, mirando fijamente al escenario, abducidas por la voz de Noa. Como muestra, un par de filas por delante de mí, había una señora, a la que le calculo en torno al medio siglo de edad, vestida con un estilo hippie con mucho flow, que estaba acompañada por una joven que, supongo, sería su hija o un familiar muy cercano. Ambas movían la cabeza de un lado a otro en algunos temas y, en otros, cerraban los ojos y se dejaban llevar por el momento, entrando en trance. De vez en cuando se miraban con complicidad y dejaban aflorar una leve sonrisa de complacencia y aprobación del espectáculo que tan intensamente estaban disfrutando. Otras veces, se cogían de la mano y apretaban con delicadeza en los momentos más especiales. Cuando sonaban los primeros acordes de la siguiente canción, volvían a mirarse por si la reconocían y, en los más icónicos de la israelí, se reacomodaban en el asiento, alzando la cabeza en señal de mayor expectación, a la espera de tararear la parte que se sabían y disfrutar, moviendo desde la silla brazos y manos en un contoneo que acompasaba la música. En ‘Beautiful That Way’, banda sonora de ‘La vida es bella’, las vi llorar.

No sacaron el móvil para fotografiarse e inmortalizar el momento ni tampoco para enfocar al escenario y grabar algunas de esas canciones favoritas que algunos pretenden guardar como recuerdo y que, al final, lo que rememoran es la pantalla del teléfono y se arrepienten de haberse perdido la magia del instante. Ellas, simplemente, paladearon el recital, sin estridencias ni poses, con la apacibilidad que requería la ocasión de escuchar una voz tan bella como la vida.

Cuando finalizó el concierto, me fijé en que ambas permanecieron sentadas unos segundos, como asimilando lo que habían vivido y asumiendo que ya no había más, que eso era todo. Después, se levantaron con calma y comenzaron a andar por el pasillo para despejar el patio de butacas. Cuando estaban ya atravesando el vomitorio de salida, la mujer más mayor giró la cabeza, echando un último vistazo al escenario ya vacío, lanzó un beso al aire con la palma de la mano y se marchó definitivamente.







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