La ociosidad de la amapola
La señora no estaba segura de que ese tipo de amapola fuera de la que se extrae el opio. Junto a su marido, agachados en un recodo del Albaicín, tenían un aspecto ridículo. Con sus cuerpos, evitaban que la débil brisa de agosto llegara a las amapolas (que se erguían flácidas, de un tallo en excesivo grueso). Fue ella quien sacó su smartphone para tomarse una foto con la planta. El marido pareció resignarse. A mí, me hizo recordar cuando los teléfonos móviles resultaban un elemento novedoso; más aún las cámaras incorporadas. Entonces nos parecía que fotografiarse en determinados momentos (las puestas de sol, la indolencia de la intimidad, o en tiempos de tertulia o debate; donde existe cierta obstinación, hay una espera, existen pausas, una naturalidad aprendida; y se requiere únicamente de lo que se vive, como si el sentido de la experiencia solo se diera allí, y no debiera interrumpirse, mucho menos para tomar una fotografía). Es cierto que esto cambió, y que, como una especie de espectro cinematográfico, nos acostumbramos a convivir con la imagen. Una idea ya superada que, si bien ahora no hay quien se atreva a negar una foto (y tampoco hubiera quien pensara en hacerlo), sí fue un pensamiento interesante. Dado, todos saben, que comprendemos los relatos (ficcionales o no), con la propia experiencia vivida (sobre todo, la manera en la que se recuerda, o cómo se eligió recordar), es posible que se malentienda lo que se lee o ve, como si la retina que lo capta conviviera con la realidad fútil, decorosa, de nuestros espacios comunes. Se acaba entonces pidiendo más, atendiéndose a un relato superficial, grandilocuente o frío de lo que quiere sentirse como ajeno.
La fotoperiodista del New York Times y autora del libro Of love and War Lynsey Addario ha trabajado como responsable en Afganistán durante dos décadas. Addario rememora, además de las consecuencias de la dictadura talibán, las bandas sonoras de musicales americanos que las bodas clandestinas elegían para sus bailes, o la lectura de la saga Crepúsculo por parte de una niña kabulí. El pensamiento que se construye desde lo concreto; la mirada subjetiva de un narrador periodista consciente de una realidad “otra”, que con su pluma la hace prójima, radicalmente mutua. Pienso en la película Juan Nadie (1941), donde Barbara Stanwyck (Ann) encarna a una periodista inteligente, despedida a causa de la compra de un magnate del petróleo del periódico en que trabaja. Ann decide publicar una carta, firmada por un tal 'John Doe', donde este se lastima por su situación precaria y declara que se suicidará la próxima navidad. El éxito de la publicación hace que Ann sea readmitida en el diario. Muchos dicen ser 'John Doe', o bien hallarse en una situación equivalente o parecida. Como Victor Hugo escribió en Los miserables, “la mirada está donde la imaginación”.
Por ello, el caballero de la cámara fotográfica pareció recordar algo. Dijo que sí, amor, que eso se trata de una adormidera, sí, una amapola común. De sus cabezas verdes se saca el opio, también la morfina o la heroína. Esta mañana he estado pensando en ello. Me llamó mucho la atención. En el periódico decía que los talibanes comenzaban sus ofensivas al final de la primavera, cuando florece. A ver, que la vea. (Frunció el ceño, y desplegó la pantalla de su cámara de fotos. Tuvo que subir el brillo para contemplar los pétalos rojos que se desprendían en el suelo).