¡Ay, la profesionalidad…! ¡Ay, la empatía…!
Creo que estaréis de acuerdo casi todos conmigo en que, desde que internet y las redes sociales ejercen el papel que ejercen en nuestras vidas, hemos podido conocer y acercarnos a conceptos que antes nos sonaban de lejos o que, incluso, hemos llegado a utilizar sin saber realmente qué significaban, con todo lo que eso conlleva.
Empatía es uno de ellos. Es una de esas palabras que, desde hace un tiempo, desde que tener redes sociales parece ser un requisito vital, resuena en un sinfín de videos de psicología que puedes encontrar con tan solo hacer un click en la lupa del buscador de Instagram o en el infinito mundo de TikTok, en los que dar con contenido maravilloso y también con demagogia barata de boca de personas mediocres que creen saberlo todo pero que, en realidad, no saben nada.
Ahora, de repente, todo el mundo es empático. Vas a escuchar a muchas personas alardear de su empatía, pero a muy pocas reconocer la ausencia de ella en su ser; de hecho, me atrevería a decir, si me apuras, que estas últimas son más de fiar.
A mí, mi amiga Noe siempre me dice que lo soy. Que, a veces, lo soy demasiado, y eso luego se traduce en un sufrimiento que quizás no me corresponda.
Y es verdad. Soy muchas cosas malas, pero creo que de empatía no carezco.
Tiendo siempre a ponerme en la piel del otro, a intentar entender sus errores desde su dolor, a buscar el trasfondo emocional de actos que, a veces, no entienden de razón ni corazón. Y no voy por ahí vendiéndome de empática. De hecho, fue con la terapia donde fui consciente de ello.
Supongo que quien lo es no necesita estar recordando constantemente que lo es. Y así con todo.
Eso no quita que no podamos reconocer en un momento dado nuestras virtudes; me refiero a que se nota mucho cuando alguien habla con conocimiento de causa de algo y cuando lo hace por mera fachada, que en el momento en que rascas un poquito más profundo, lo que encuentras no se corresponde con lo que te está vendiendo de su persona.
Como muchos sabéis, llevo casi toda mi vida profesional dedicándome a la atención al cliente, y esto es algo que me ha hecho reparar muchísimo más en la importancia de la empatía como uno de los pilares de cualquier relación y comunicación sana. También en el trabajo.
No existe profesionalidad sin empatía. Para mí no. Ni compañerismo.
Y después del mes y pico que he estado sufriendo un quiste en un nervio de una muela, y de estar yendo una vez a la semana mínimo al dentista, lo tengo más claro todavía.
Os pongo en contexto: un viernes, comiendo un sándwich antes de entrar a trabajar, una muela donde me hicieron una endodoncia hace cerca de dos años, me pegó un latigazo que me llegó a la sien y me provocó un dolor que juraría no haber sentido antes.
Me tomé un ibuprofeno y entré a trabajar.
A la mañana siguiente, que me esperaban 9 horas de trabajo y con turno partido, me desperté con un dolor insoportable.
Fui a Urgencias y me pincharon Enantyum y Nolotil.
A las 4 horas, el dolor era el mismo que por la mañana. No me podía tomar nada más, sólo podía llorar sin consuelo como un bebé porque me dolía el cielo de la boca, la sien, el ojo… Y en la muela sentía como un martilleo agudo y constante, incesante.
La hora escasa que pasé en casa entre turno y turno la invertí en intentar conseguir que algún dentista me viera ese mismo lunes.
Caí en Juanca, un ser de luz al que conocí hace por lo menos 13 años trabajando en la noche. Siempre me recogía y me llevaba a casa, con ese instinto cuidador que tiene y esa pureza tan basta que confirmas con tan sólo mirarle a los ojos.
Nos hemos visto menos de lo que me gustaría, pero nunca nos hemos perdido la pista. Cumplimos años el mismo día y actualmente tiene su clínica dental y trabaja como cirujano en otras, entre las que se encuentra esta última a la que he estado yendo.
Medyclinic, en la calle Recogidas, esquina con Camino de Ronda. Una maravilla.
“Pásate por allí el lunes, que ya le he escrito a Kenza. Es compañera de profesión y amiga y vas a estar en muy buenas manos”.
Y qué razón. Tanto, que mi boca ya no quiere otras, si acaso las de Juanca, aunque no tener que ponerme nunca en ellas sería lo idóneo.
Pensad en una cara bonita y morena, unos ojos grandes y oscuros y una voz dulcísima. Así es Kenza.
Me hicieron una radiografía en la que no se veía nada; en principio, el dentista al que hemos ido desde hace años en mi casa, me hizo bien la endodoncia y ese dolor que yo sentía, que me impedía hasta tener una conversación y me hizo sentir al borde des desmayo un par de veces, no venía de ahí.
Me hicieron un tac, y ahí pudimos ver que había un quistecito en el extremo de uno de los tres nervios de la muela, nervio que probablemente no llegaran a matarme del todo.
Kenza fue muy clara: “Hay que hacer una reendodoncia, la opción de quitar la muela sería la última. Lo complejo de las reendodoncias es que hasta que no metes mano, no puedes saber si va a ser 100% exitosa o no. Pero estate tranquila, que lo vamos a intentar todo y ese dolor va a remitir”.
Corticoides y antibióticos para ver si la infección remite y nos veíamos una semana después.
No os voy a engañar, fui muy nerviosa. Para mí la extracción de la muela del juicio fue casi traumática, y sin el casi, y esto derivó en un pavor brutal al dentista.
Tuvieron que pincharme 3 veces anestesia y se las vieron y desearon para sacármela. Esos tirones para mí quedan. Entiendo que no pudo ser de otra forma.
Lloraba de dolor, pero se me llegó a insinuar que eran nervios. Creo que hay momentos en los que te tienes que ahorrar tu opinión y limitarte a intentar aliviar en la medida de lo que puedas el malestar de quien tienes enfrente, más cuando eres médico y la persona en cuestión está derramando un mar de lágrimas, te dediques a la rama que te dediques.
Recordatorio: nunca juzgues el dolor de nadie porque tú jamás lo vas a sentir.
Volvemos ahora a la protagonista, a la empatía.
Justo después del pinchazo de anestesia en el paladar, con el que yo guiñé los ojos y me encogí mínimamente, Kenza me acarició la cara.
“Ya está, bonita, ya no hay más pinchazos”
Respiré aliviada y no dejé de hacerlo hasta que me levanté de la camilla para irme a casa.
Y así ha sido todas y cada una de las veces.
En esa sala blanca e impoluta, a la que llegué el primer día desesperada de dolor y con miedo, sintiéndome enana, he acabado riendo cada día cuando me ha temblado el labio de abajo por la anestesia; he llegado a sentir que estaba descansando mientras tenía la boca abierta y tapada con un látex verde asqueroso y Kenza me trasteaba; he escuchado a mis grupos favoritos y la he escuchado a ella cantar mientras yo lo hacía mentalmente.
En esa sala, casi sin darme cuenta, he pasado de sentirme enana a sentirme la tía más fuerte del mundo capaz de tumbarse en esa camilla sin un resquicio de miedo.
Porque, gracias a la profesionalidad de las personas que han estado conmigo, especialmente a la de Kenza, le he perdido el miedo al dentista.
A su empatía, vuelvo a la protagonista de esta columna, que a mí me ha llegado en forma de calor y cariño.
Qué importante, jolín. Tanto como lo es no olvidar nunca que la manera en que nos dirijamos y tratemos a los demás va a tener siempre, siempre, un impacto en el otro.
Y en nuestra mano está cómo sea.
Sigo con la duda de si la empatía es algo innato o si, por el contrario, es algo que se puede trabajar y desarrollar con el tiempo.
Lo que tengo claro es que te hace mejor persona.
Kenza, tía, gracias.
Me has dado tanta paz que el cariño que te tengo ya es eterno.
Te iba a decir que ojalá volvamos a vernos pronto, y acabo de recordar que nos vemos justo mañana.
A ver si la próxima es en un concierto de Vetusta o de Arde Bogotá, anda.