Benditas y necesarias vacaciones

flamencos en las salinas de Tavira - Foto Claudia López
Flamencos en las salinas de Tavira | Foto: Claudia López
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Si pienso en la palabra “vacaciones”, automáticamente se me viene a la cabeza, muy a mi pesar, una de las canciones del verano que, como no podía ser de otra manera, es de reggaetón: “Me fui de vacaciones, con muchas cervezas y canciones…”. No sé cómo sigue, pero estoy segura de que esa frase ha sido más que suficiente para que ahora estéis vosotros tarareándola.

Las mías han sido, entre otras razones, uno de los motivos de mi ausencia; ya me vale, no era consciente de que habían pasado tantas semanas.

También el trabajo, el viaje y el verano, que este año especialmente está pudiendo conmigo y con mis ganas de hacer cualquier cosa hasta las 9 de la noche.

No os voy a mentir, necesitaba este parón.

Hacer lluvia de ideas, encontrar la inspiración sin forzarla y tomar un poco de distancia con las letras porque tengo comprobado que, cuánto más las busco, más corren.

Dejar de machacarme y de culparme porque este año haya sido así, porque haya necesitado, a veces, mi espacio y mi tiempo.

Por haberme priorizado.

No sentirme mal ni frustrarme si pasan las semanas y no me nace escribir. Entender que es normal, que a veces no podemos con todo, y que no pasa nada.

Y, sobre todo, ser fiel a mí y a mi amor por esto de escribir, porque no concibo una vida sin hacerlo, pero cuando conviertes tu pasión en una obligación sin que haya nada que te empuje a ello, el fracaso está asegurado.

Juan, director de este periódico pero que en casa sentimos como a un amigo, es siempre conocedor de mis desencuentros amorosos con las letras.

Me da todo el tiempo que necesite y me sirve de inspiración más veces de las que él es consciente.

"No te preocupes, mujer, yo no te escribo para no agobiarte. Por si te puedo ayudar, podrías hablar de lo necesarias que son unas vacaciones para todo el mundo”, me dijo Juan.

Nos quedaban escasos días para irnos a Portugal, viaje que teníamos preparado desde abril, así que me pareció una buenísima idea.

Lunes, 25 de Julio.

La alarma suena a las 6 de la mañana. Nuestro autobús a Madrid para volar desde allí a Lisboa sale a las 8, y antes tenemos que ir a desayunar a la Paco’s, que como ya sabéis es mi cafetería favorita. La suya también.

Me despierto rara, está todo demasiado en silencio; la noche de antes dejamos a los perros con su cuidador y yo creo que nunca me acostumbraré a amanecer sin ellos.

Terminamos de preparar las cosas, echamos la llave y saludamos oficialmente a nuestras vacaciones.

Es el primero de 8 veranos juntos que coincidimos con las vacaciones y que, además, podemos permitirnos irnos más de dos días por ahí.

En el autobús me encuentro a mi amiga Marta, Martita, Gaviot, como yo la llamo.

Se va a Madrid a ver una exposición de fotografía. Ella es fotógrafa, y fue creo que la primera persona que me echó una foto profesional.

Llevamos en nuestras vidas muchísimos años y, aunque nos vemos muy poco, nos queremos mucho y bien.

El viaje a Madrid se me hizo pesado. Intenté dormirme, pero no podía, no encontraba la postura.

Admiro de corazón a esa gente que se duerme en cualquier sitio, aunque se le caiga la cabeza, aunque no tenga siquiera donde apoyar el brazo, aunque el poco empático de delante eche su asiento hacia atrás.

Por fin llegamos.

Nos comimos unos bocatas que trajimos de casa en un banquito a la sombra antes de irnos al aeropuerto.

Nunca había visto Madrid tan vacía. En noviembre, cuando me fui de retiro a escribir, había vida y bullicio en cada esquina. Parecían ciudades distintas.

Nos cogimos el metro que nos llevaba al aeropuerto. Casi todos los asientos , libres, y un silencio que me resultaba hasta incómodo tratándose de Madrid.

La compañía aérea con la que volábamos era Tap Portugal; yo, que soy muy de leer reseñas de todo, barajaba la posibilidad de que nos retrasaran el vuelo porque había leído barbaridades de comentarios acerca de la escasa profesionalidad de la aerolínea.

Correcto, vuelo retrasado. Menos mal que solo fue una hora.

Los asientos más incómodos del mundo, pero el vuelo fue cortísimo y se me pasó volando, nunca mejor dicho.

Llegamos al aeropuerto de Lisboa; abarrotado. Un sinfín de gente yendo y viniendo.

Había una cola inmensa para coger un taxi, cola que todo el mundo respetó y que fluyó rapidísima.

Llegamos al Airbnb que teníamos reservado. Nos recibió una chica muy amable con la que nos entendimos en inglés.

El apartamento era muy pequeño, pero no le faltaba de nada.

Estaba impoluto, pero no tenía cafetera, y eso me mató.

Dejamos las cosas y nos fuimos andando al centro de Lisboa, a unos 20 minutos.

La arquitectura, los colores, los edificios que, aun estando a punto de caerse, seguían siendo inmensamente preciosos.

No llevaba ni 10 minutos allí y ya les había robado unas cuantas fotos a los lugareños y otras tantas a los aviones que volaban sin tregua súper bajitos para que los frikis como yo no podamos evitar fotografiarlos.

Vimos un barecito pequeño y acogedor y nos sentamos. Nos atienden y es ahí cuando nos enteramos de que es un bar de tapas españolas. Eran tan amables que nos dio cosa irnos, porque la verdad es que buscábamos justo lo contrario, comer comida típica de allí, no de aquí.

Nos volvimos al apartamento a descansar, nos esperaban dos días haciéndonos una media de 20 kilómetros al día para recorrernos la ciudad. Mi amiga Elena, que la conoce bien, me hizo un resumen perfecto y preciso de todo lo que teníamos que ver.

Qué bonita eres. Tú también, Lisboa .Y tu gente.

Solo hubo una cosa que no me gustó, y es que estaba bastante sucia.

De lo demás, me enamoré.

Montamos en tranvía, tomamos piña colada, nos bebimos una cerveza en la que para mí es la calle más bonita de Lisboa; fuimos a un mirador desde el que se ve toda la ciudad, comimos buñuelos de bacalao y sopa del día, nos ofrecieron droga de una manera un poco invasiva y un viejito muy viejito nos cantó y luego nos pidió dinero.

La mejor milanesa que me he comido nunca.

Arte en casi cada esquina, cielos de un azul súper intenso y temperaturas que no superaron los 26 grados.

Sintra, sus castillos, su pozo y su laberíntico bosque.

Volveremos, y espero que sea con Elena.

La mañana del 28, muy temprano también, cogemos un Uber q nos llevará al aeropuerto para recoger el coche que habíamos alquilado.

Poníamos rumbo a Tavira, ciudad que había visitado hace tantos años y de una manera tan breve que no recordaba nada, solo que allí me revolcó la ola culpable de que ahora adentrarme en el mar me provoque ansiedad.

Un viaje de casi 4 horas, con algunas carreteras poco divertidas de transitar y prácticamente desiertas.

Pueblos de dos calles.

Paramos en Cachopo, el único pueblo donde vimos un poco de vida cuando el hambre empezó a hacer estragos.

Eran las 14:15 horas, pero allí comen y cenan muy temprano.

Entramos y había dos mesas ocupadas, una de ellas por la familia dueña del bar.

Un bar de piedra, antiquísimo, con la decoración sin tocar desde los 90.

Se levantó la abuela, muy mayor, que era la cocinera, y con la boca llena y apenas sin dientes, y un delantal azul de cuadros muy trillado, nos dijo que nos podía hacer una tortilla, una ensalada y una fuente de patatas.

Comimos riquísimo y muy barato.

Llegamos, por fin, a Tavira.

Teníamos reservado un hotel en pleno centro que tenía muy buenas reseñas, sobre todo haciendo alusión al trato por parte de los empleados y a los desayunos.

Y, joder, qué desayunos.

Mermeladas, queso de crema, yogurt, zumos variados… todo casero.

Variedad de panes, de embutido, de fruta. Porción dulce también casera.

Creo que ha sido, hasta día de hoy, el mejor trato que he recibido nunca en un hotel.

Era un hotel de 3 estrellas, pero con la atención de uno de lujo.

Nos recibió una chica que rondaría los 30 y largos. Quiso subirnos las maletas porque no había ascensor y era una segunda planta, pero obviamente no se lo permitimos.

Nos acompañó a la habitación y nos trajo una botella de cristal preciosa hasta arriba de agua fría, y dos vasos también preciosos.

Lo primero que vi conforme entré era que había cuatro almohadas, y con muy buena pinta.

Igual que la cama, que además era inmensa.

Empezamos bien.

Antes de despedirnos de ella le pregunté dónde podíamos comprar cerca una sombrilla, a lo que me respondió que no me gastara dinero en nada de playa, que ella podía dejarnos todo lo que necesitásemos.

Y así fue.

Nos recomendó ir a la playa de la Cabaña, a diez minutos en coche.

Era media tarde y ya había bastante aparcamiento.

Para llegar a la playa tienes que cogerte en barquito en la puerta de un bar para que te cruce, o bien esperarte a que el sol empiece a ponerse y la marea a bajar, que entonces puedes cruzar andando.

Qué playa, qué arena, qué agua.

Sin meter a las de Bali en este saco, porque son de otro mundo, las playas de Portugal son unas de las más bonitas en las que he estado.

Estuvimos 3 días recorriéndonos Tavira y alrededores, y es un auténtico orgasmo para los sentidos.

He hecho cientos de fotos y vídeos, me he puesto morena por partes y he disfrutado del mar y de él como hacía tiempo.

He besado y sentido mucho, sobre todo cosas buenas.

Me ha dado igual cómo vestirme y la presencia o ausencia de ojeras porque no me iba a encontrar a nadie que conociera; ojalá el momento de que me de igual también aquí no esté muy lejos.

He disfrutado y desconectado mucho, que era de lo que se trataba.

Lo primero tenía claro que lo haría, lo segundo no tanto.

He vuelto con la mente más despejada y menos revolucionada, con alguna que otra aspereza pendiente aún por limar pero sintiéndome viva, llena y, sobre todo, en paz conmigo misma.

Nos quedan 3 semanas para las próximas y nos escapamos a Cabo de Gata 4 diitas, el que posiblemente sea nuestro lugar favorito.

Puedo decir con la boca bien llena que son unas vacaciones merecidísimas.

Gracias a todo el que sin tenerme en cuenta mi ausencia, haya dedicado su tiempo a leerme.

Es un regalo enorme.

Os abrazo.