El orgullo de decir: "¡Soy avemariana!"
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Granada, 1 de diciembre de 2021.
Ayer me despedí de noviembre. Y menos mal.
Ahora solo queda que pase diciembre, que no duela demasiado, ni él ni sus recuerdos, y que me traiga esa bocanada de aire fresco que tanto ansío y merezco. Porque sí, claro que la merezco.
Las del 2020 y 2021 se quedaron a las puertas, y pese a mis mil patadas e intentos de echarlas abajo y dejarlas pasar, no lo conseguí.
La bocanada nunca llegó. Hizo el amago (de hecho, llegué a sentir su frío en las mejillas) pero se quedó en eso, en un amago.
Y es que… ¡cómo los odio!
La puerta llegó a abrirse, aunque no del todo, y aún no se ha cerrado, que supongo que es de lo que se trata.
Me despedí de noviembre como merece, dándole un besito en la frente y las gracias por haberme acariciado el alma en tantas ocasiones.
Vacaciones, Madrid, libro, amistades…
Muy intenso todo.
Pero si algo ha marcado este mes han sido los reencuentros.
Y hoy quiero hablaros del más especial de ellos.
Hace un par de semanas mi móvil sonó y era Noe, mi amiga, la poeta y escritora (entre otras muchas cosas), diciéndome que el día 25 presentaba su libro en el Ave María, nuestra escuela.
Sería en el Casa Madre, donde yo estudié Bachiller, y con nuestros compañeros y profesores de la quinta, el colegio al que llegamos con 3 años y del que nos despedimos con 16.
Las paredes de ese colegio no solo nos han visto crecer; también captaron nuestra esencia, la más real e inocente, y le dio forma hasta convertirnos en lo que hoy en día somos.
Una parte nuestra sigue allí y estoy segura de que nunca se irá.
En ese patio y sus paredes llenas de grafitis.
En ese salón de actos que a nosotros nos parecía el lugar más guay del mundo porque visitarlo implicaba perder clase.
En esas escaleras que han sido testigo y hogar de las primeras miradas de amor de nuestra vida, de las primeras veces de muchas cosas.
Sabía, sentía, que volver a ver y estar con esas personas me iba a trasladar a la que, sin duda, fue una de las épocas más bonitas, largas y cruciales de mi vida.
A mí y a todos los allí presentes.
No había salido aún de casa y ya notaba el pellizco en el estómago.
Noe me contagiaba sus nervios a través de audios de WhatsApp y yo no podía parar de preguntarme si los profesores se acordarían de mí.
Físicamente, he cambiado mucho.
Y son más de 15 años sin vernos.
Al final, los alumnos guardamos de los maestros un recuerdo mucho más claro que el que ellos puedan tener de nosotros; por nuestra vida pasan decenas de profesores; por las suyas, miles de alumnos.
El vínculo que nosotros podamos sentir con ellos creo que será siempre mucho mayor al que puedan sentir ellos.
Y es normal.
Cuando llegué, allí estaba Noe, ensayando junto al violín, haciéndolo sonar aún más bonito con su voz y sus versos. Con el atardecer besando su nuca y un brillo en los ojos que humedecían los míos.
Tan guapa, tan ella. El vivo reflejo de su madre, Loli, que también estaba allí, y que también me ha visto crecer.
Poco a poco fueron llegando caras que me iban sonando. Las mascarillas lo dificultaban un poco.
No quise detener la mirada en nadie hasta estar segura de saber con certeza quién era.
No era la única que había cambiado.
De repente, un hombre se acerca a Loli y a mí.
Era don Álvaro, mi profesor de primero y segundo de Primaria, aunque para mí fue muchísimo más que eso.
Durante dos años me cambió el parche del ojo y me curó la irritación de alrededor todos los días, de lunes a viernes, con un cariño que aún hoy sigo notando.
En las dos fotos de la orla salgo a su lado, y es que sabía que nada podría salir mal si lo tenía cerca.
Que no era solo mi ojo el que estaría a buen recaudo.
Qué bonita la vocación de verdad, qué bonita la huella que un buen profesor puede dejar en el alumno.
Qué suerte todos los que hemos pasado por las manos de don Álvaro, y por debajo de sus piernas cuando jugaba con nosotros.
Y qué suerte la mía escucharlo decirme el otro día que yo con esa edad, con 5 o 6 años, ya escribía bonito.
No sé si lo notó, pero me emocioné.
Y quise abrazarlo mucho, pero en esos momentos me vuelvo muy pequeñita y solo puedo limitarme a dar las gracias mientras intento mantener la mirada para, finalmente, acabar agachándola.
Luego apareció don David, con su voz grave y sus andares de siempre.
Con los ojos igual de claros.
Nos dio clase en quinto y sexto de Primaria.
Cómo nos imponía. Qué silencio había siempre en sus clases.
Me contaba que ya estaba jubilado y que sus últimos años dedicados a la enseñanza han sido entretenidos.
Me preguntó por mi padre y me hizo recordar cuando ‘el Claudio’ me decía que David era serio pero muy buena persona, que con la edad que teníamos los profesores o se imponían o nos los comíamos.
Y qué verdad.
José Zurita también estaba allí.
Fue mi tutor y vivíamos ambos en Huétor, muy cerquita.
Yo le tenía, y le tengo, un cariño especial.
Siempre me ha recordado a mi padre.
Conserva el mismo ‘pelazo’, pero blanco, precioso.
Transmite la misma paz y sensatez que hace 18 años y nos enseña orgulloso cómo se lo montaron para conmemorar a San Andrés en plena pandemia.
María Dolores y Nicolás, marido y mujer, maestros de Inglés y Educación Física, respectivamente.
Yo odiaba ambas asignaturas.
Ahora adoro el inglés y hacer deporte.
Están más jóvenes que cuando nos fuimos del colegio.
Qué guapa María Dolores.
Cómo la enfadábamos y qué abrazos nos dimos el otro día.
Por favor, Nicolás, dame tu secreto para conservarte igual que hace dos décadas.
Y luego, por último, José Antonio. Tutor de tercero y cuarto de la ESO, actual director del Ave María de la Quinta.
Me flipaba su humor negro, su forma de mirar(nos) sospechando. Siempre pensé que le caía mal, pero con el tiempo entendí que él era así, una persona distinta dentro y fuera de clase.
Y que en eso residía parte de su magia.
Un pozo sin fondo de conocimientos y de vías para transmitirlos.
Creo que si supiera de verdad cómo lo admiramos y el recuerdo tan sumamente bonito que tenemos de él entendería, una vez más, por qué decidió dedicarse a la enseñanza.
Encarnita también estuvo, pero no la vi, no la reconocí.
Te abrazo ahora, seño, y si algún día me ves por la calle, porfa, salúdame.
Ya sabes, pelo rizado y rubio y muchos tatuajes.
Esa soy yo.
Estábamos ya casi todos menos algunos de los compañeros que habían avisado por el grupo que llegaban tarde.
Entramos a una sala y la primera fila la ocupó la preciosa mujer de Don Miguel, uno de los mejores profesores y persona que ha pasado por nuestra vida y que, desgraciadamente, ya no está.
No está físicamente, porque aquella tarde estuvo presente en todo momento.
En el escrito que Noe le dedicó y en las lágrimas que derramamos todos recordándole.
En las palabras de su mujer y en el amor que desprendía su hijo en la videollamada que le hizo.
El Cielo es un lugar más sabio y bonito desde que tú estás en él, Miguel.
No te voy a olvidar jamás, no habría vidas suficientes.
Por fin llegaron nuestros compañeros.
Viví, con esa mirada y esa sonrisa tan pura. Vestida elegante, como buena abogada que es. Cómo ligaba la tía.
Irene, tan guapa y con el mismo tipazo que cuando teníamos 13 años. Guardia Civil. Seguro que tiene a todo el cuartel revuelto.
David, con ese desparpajo y esa magia innata.
Elena, con esa risilla que me contagia siempre, embarazada y preciosa.
Cristina, con la misma cara de cría, es increíble. Su dulzura también lo es.
Araceli, ‘la Cheli’, como la hemos llamado siempre, con la misma mirada limpia e inocente que entonces.
De repente, todos volvíamos a estar ahí, en el patio del colegio, pero ahora los adultos éramos todos.
Incluso los que no pudieron venir estuvieron de alguna forma.
Con la Alhambra de fondo y escuchando a Noe recitar.
Abrazando mucho y muy fuerte.
Qué regalo.
Qué momento.
De vez en cuando hay que volver a los orígenes, recordar por qué hoy somos lo que somos, y dar las gracias.
A las personas que han marcado tu vida, a las que nunca se terminan de ir por esa sencilla razón.
A la vida porque, mira que es puta a veces, pero qué bonita otras.
A la suerte de poder decir que nos ha tratado bien.
Y que nosotros a ella también.
Y yo hoy, desde aquí, quiero agradeceros a todos los que estuvisteis presentes el otro día haberme hecho tan feliz.
Empezando por ti, Noe, porque nos hiciste un regalo gigante a todos provocando este encuentro.
Ha llovido mucho, pero qué bien seguir aquí.
Ojalá el año que viene podamos celebrar el día de San Andrés todos juntos, comernos el cruasán con chocolate mientras cantamos al unísono el himno del Ave María y seguir sumando (re)encuentros.
Antes de terminar, quería darle las gracias también a Juan, el director de este periódico, por confiar en mí como lo hace.
Ayer le escribí haciéndole partícipe del bloqueo al que se está viendo sometida mi inspiración estas semanas y su respuesta fue: “Escribe de ti, de tus vivencias. Es lo que te hace grande”.
Y me recordó que lo soy, grande y fuerte.
Todos lo somos.
Un abrazo eterno y al cielo también un beso.