Hostelería, te quiero
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Llevo dedicándome a la hostelería, con algún que otro alto en el camino, desde los 18 años.
Siempre me llamó la atención.
Recuerdo, de pequeña, irme por ahí con mis padres a comer y flipar viendo cómo los camareros bailaban con la bandeja, cómo eran capaces de entender esas comandas ilegibles a bases de siglas y números; cómo, a veces, prescindían de la libreta y lo memorizaban: un ‘Nestea’ sin hielo, pero con limón; una clara con gaseosa blanca que lleve más gaseosa que cerveza; una copa de vino blanco que no esté excesivamente frío y, aparte, otra con un cubito de hielo; las pajitas para las bebidas de los niños. Un cenicero. Una bayeta para limpiar el refresco que siempre acababa derramando, igual que ahora.
Eran como superhéroes para mí.
Me gustaba apilar los platos en un lado y los cubiertos en otro para que, cuando llegaran a recoger nuestra mesa, lo tuvieran más fácil.
Me sentía súper importante cuando veía cómo se esbozaban en sus labios una sonrisa de agradecimiento por haberles ahorrado dos minutos de su valioso tiempo.
-“Hija, la hostelería es muy sacrificada. Esta gente está renunciando a pasar un domingo con su familia por estar aquí atendiéndote a ti, y a mí y, probablemente, cuando termine el turno de las comidas, se irán a casa a descansar un rato y luego volverán para las cenas. Por eso hay que ser agradecidos con ellos, porque nosotros estamos disfrutando de esta comida gracias a ellos”, me respondía mi madre cada vez que le decía que de mayor quería tener un bar o ser escritora.
Me fui haciendo mayor, siempre de la mano de la empatía hacia ese oficio que me habían inculcado en casa, hasta que llegó mi primera oportunidad para dedicarme a este mundillo.
Era en un pub, pero también daban desayunos y, cuando a los dueños se les antojaba, ofrecían tapas.
Para todo esto tenían solo a una persona y era yo.
Me pagaban 30 euros al día. Entraba a trabajar a las 11 de la mañana, salía a las 4 de la tarde y volvía a entrar a las 6 hasta el cierre, mínimo las 2 de la madrugada.
Nunca se me han dado demasiado bien los números, pero la cuenta no es muy complicada: trabajaba 13 horas por 30 euros al día, o sea, que me pagaban a 2,30 euros la hora.
Muchos días tenía que acribillar al que era mi jefe a llamadas para mendigarle mi dinero.
Del contrato no puedo hablar porque no existía.
Tuvieron que pasar muchos años hasta que conseguí en la hostelería unas condiciones dignas que no me hicieran sentir que estaba regalando mi trabajo ni que el empresario sacaba su negocio adelante a costa del tiempo y la vida de sus empleados. Y fue en Londres.
Me ha costado mucho aprender a decir que no por miedo a perder mi puesto de trabajo.
Que no me quedo media hora más porque no me la vas a pagar, como las 25 que ya me debes.
Porque mi obligación es cumplir mi horario y la tuya pagarme lo trabajado, y si tú no cumples, yo tampoco; es tu negocio, no el mío.
He trabajado en sitios muy distintos y he tenido jefes de todo tipo; hasta mi primo ha sido mi jefe.
Jefes, empresas a las que les he regalado muchas horas de mi vida, que han intentado hacerme creer que su vida es más importante que la nuestra, donde la ética profesional y la humanidad han brillado por su ausencia. Donde he sido, y me han hecho sentir, sólo un número.
Personas que te miran como si tuvieras que besar el suelo que pisan sólo por el mero hecho de tener el “privilegio” de estar trabajando para ellos.
Empresas multinacionales, de las que das una patada y salen 1000 locales, donde he cobrado a poco más de 5 euros la hora, me han partido turnos de 4 horas de trabajo y han hecho con el convenio lo que les ha venido en gana.
En los últimos 10 años han sido muchos más los fines de semana que he trabajado que los que he descansado.
Muchos los días festivos que no he podido pasarlos con mi familia y que me han pagado la misma miseria que un día no festivo.
Infinidad de planes a los que he tenido que decir que no porque trabajaba, y de veces las que he tenido que hacer malabares para poder convertir las 3 horas que tenía entre turno y turno en algo parecido a un rato de ocio.
La pena de todo esto es que la hostelería, en realidad, es preciosa, y dura también, y son los empresarios y empresas los que, con su ansia y egoísmo, están consiguiendo que los que nos dedicamos a ello la sintamos más dura que bonita.
Esto es exactamente lo que me estaba empezando a pasar a mí.
Siempre me ha gustado trabajar de cara al público; soy bastante sociable y extrovertida, y eso siempre me ha facilitado mucho las cosas en este mundo.
Me encanta atender (que no servir), y la sensación de satisfacción cuando sabes que tu trabajo ha contribuido a que esa comida en familia o esa cena romántica haya salido redonda, entre otras muchas cosas.
Esa pasión que siento yo hacia la hostelería estaba empezando a desaparecer, precisamente por poder contar con los dedos de una mano los sitios donde han respetado el convenio y me han ofrecido unas condiciones dignas.
Por mucho que ames tu trabajo, cuando sientes que lo estás regalando el desencanto es inevitable.
Y entonces se cruzó en mi vida Five Guys, mi trabajo actual.
Yo llevaba casi 6 meses trabajando en una de estas multinacionales que he mentado antes.
Con un contrato de 20 horas, pero yo no tenía tiempo para nada.
El 80% de los turnos, partidos.
Me sentía igual de agotada que si trabajase 60 horas a la semana.
Y luego me llegaba la nómina y me daba para pagar alquiler y poquísimo más; en mi nevera a final de mes sólo había ‘tuppers’ de mi madre.
Una mañana, como todas, lo primero que hice nada más abrir los ojos fue meterme en aplicaciones de búsqueda de empleo.
Vi que Five Guys había publicado hacía escasos 5 minutos que estaban buscando a gente.
Apliqué, me duché y me fui a trabajar andando.
Era principios de junio, si no recuerdo mal.
Cuando llevaba una hora de camino, con cada centímetro de mi cuerpo sudando y el moño deshecho, me saltó la notificación anunciando que había sido preseleccionada, y me llegó un correo donde me decían que tenía una semana para hacer una entrevista que me habían mandado a través de un enlace, la previa a la entrevista personal.
Yo, que soy un poco ansias para algunas cosas, pensé que lo acertado sería hacerlo cuanto antes mejor.
Dicho y hecho.
Me senté en el primer banco que vi a la sombra y la hice.
Llegué al trabajo pletórica, y es que algo me decía que ese puesto llevaba mi nombre.
A los días sonó el teléfono y era Marcos, mi jefe, preguntándome si podría reunirme con él esa misma tarde.
Nada más llegar vi a Angy y la sonrisa que me dedicaron sus ojos me arrancó los nervios y me llenó de energía, tal y como sigue pasando ahora.
Salió Marcos.
“Qué mirada más limpia tiene”, pensé.
Me comentó las condiciones y yo no podía parar de compararlas con las del sitio donde trabajaba.
¿Cómo siendo trabajos primos hermanos puede haber diferencias tan abismales?
Empecé a trabajar a la semana siguiente.
Cada día volvía a casa más contenta.
Fui conociendo poco a poco a mis compañeros y encargados. Casi todos, excepto 2 o 3 que entraron después, llevaban trabajando En Five Guys desde que abrió, hace más de tres años.
Primera señal: cuando mantienes el mismo equipo durante tanto tiempo, algo tienes que estar haciendo bien.
En estos cuatro meses he vuelto a recuperar el amor hacia la hostelería.
Llego sonriendo a trabajar y cuando vuelvo a casa sigo haciéndolo.
Este trabajo ha sido, es, el soplo de aire fresco que más que nunca necesitaba en mi vida.
Un reinicio sano, justo a tiempo.
Un aprendizaje continuo que espero que no termine, rodeada de buenas personas que me han abrazado cuerpo y alma desde el segundo uno, aunque ellos no lo sepan.
Mari, una de las encargadas, que desde el día 1 me caló. “Tú pareces muy echada ‘pa’lante’ y segura de ti misma, pero en realidad tienes muchas inseguridades que deberías dejar atrás y creértelo más”, me dijo.
Es el ejemplo perfecto para el dicho de que los mejores perfumes vienen guardados en frascos pequeñitos. Cuánta sensatez y profesionalidad cabe en ese cuerpecito y cómo arropan sus abrazos.
Juanjo, encargado también, con unos ojos azules océano que te atraviesan y un saber estar de otro mundo, excepto cuando suena el teléfono 65 veces seguidas, que entonces ya se pone un poco nervioso. Un pozo sin fondo de conocimientos y respeto hacia su trabajo y empleados.
Marina, la ‘mami’, cuya mirada derrocha bondad a raudales y la que se ha ganado su puesto a base de esfuerzo y sacrificio. Nunca había trabajado en hostelería. Quiero su secreto para mantener yo también mi energía intacta y, ya que estamos, que me diga cómo lo hace para tener ese cutis y ese cuerpo de veinteañera.
Y Javi, una de las personas más agradecidas y educadas que he conocido en mi vida.
No hay turno que no nos dé las gracias por nuestro trabajo antes de irnos.
No hay turno en el que no aprenda algo nuevo a su lado.
Cómo sabe, y con qué cariño y respeto explica y lo hace todo.
Ellos son los cuatro encargados y luego están mis compañeros.
Alba, mi mentora, como yo la llamo. La que estuvo a mi lado el primer día enseñándome todo.
No os podéis imaginar la paz que me transmite, ni lo entrañable que es su mirada y todo su ser.
María José, que además es mi vecina. Lo nuestro fue un flechazo a primera vista.
Nuestros abrazos cada vez que nos vemos duran mínimo un minuto.
Podría escuchar su risa en bucle, que me la contagiaría siempre.
Álex, con el que antes de saber nuestros nombres ya nos estábamos riendo, tal y como me río yo de aquellos que no creen en una amistad real entre un hombre y una mujer.
Se ha convertido en una de mis personas favoritas. Me fascina su forma de ser y de hacernos feliz al resto.
Andrea, con esos ojos que quitan el sentido, con esa sonrisa tan bonita y mágica.
Cuando estoy a su lado siento que las cosas solo pueden salir bien.
Cristian, mi Cristian. Una cajita de sorpresas que nos ha cautivado a todos.
Ejemplo de humildad y de constancia.
Cómo me gusta trabajar contigo.
Elena, con la que me encanta hablar del amor y del desamor. Cuya risa hace temblar las paredes y provoca la tuya, aunque no sepas de qué se ríe.
La empleada que todo empresario querría tener, pero, sintiéndolo mucho (no tanto), es nuestra.
Lydia. La ves y crees que tiene 25 años. Luego te cuenta que tiene dos hijas, sufres un cortocircuito y le pides a la vida que, si alguna vez eres madre, se te quede el mismo cuerpo que a ella.
Genaro, el tío más fuerte de todo el Centro Comercial Nevada. También el más noble.
Nieves, qué suerte trabajar contigo y empaparme de ti. Qué bonita tu forma de tratar al cliente y a tus compañeros. Qué templanza y qué lujo tener compañeras como tú.
Pepín, el ‘fueguitos’, que nos debe una comida en su piso nuevo y será el abogado de todos cuando termine la carrera.
Me llama ‘plumillas’, por eso de que escribo, y a mí me encanta.
Meli, qué 20 años más lindos tienes y cómo curras.
Angy, GRACIAS. De mayor quiero ser y trabajar como tú.
Javi, te vas a comer esta nueva etapa con patatas. Enséñales a los de Madrid lo que vale un granadino.
Roge, te echo de menos.
Y luego están los que acaban de llegar, de los que todavía no puedo hablar mucho, pero que, como todo lo nuevo, han traído frescura al equipo.
Por último, no menos importante, Marcos, el jefe supremo.
Una persona que ama su trabajo de verdad y que consigue, con su profesionalidad y su humildad, que nosotros también lo hagamos.
Ser buen jefe va mucho más allá de dominar tu trabajo; tienes que reunir una serie de cualidades humanas que no entienden de conocimientos, sino de corazón, de empatía, de paciencia, de respeto y honestidad.
Son cosas que, bueno, en un momento dado puedes trabajar, pero que si forman parte de tu naturaleza vas a tener el éxito asegurado.
Marcos reúne todo esto, y nosotros podemos alardear de tener un jefe ejemplar.
Gracias, Five Gyus, por recordarme lo bonita que puede llegar a ser la hostelería.
Por enseñarnos que el cliente es lo primero, pero que el empleado también.
Por demostrar que, por supuesto, son posibles unas buenas condiciones en este oficio.
Que no es a base de la vida de sus empleados como una empresa triunfa: es a base de respeto y de humanidad.
Para concluir, sólo me gustaría recordar que a todos nos gusta que nos atiendan de una manera amable y profesional cuando vamos a comer por ahí. No podemos olvidar que los camareros somos personas también y que esperamos exactamente lo mismo del cliente, un trato respetuoso, no profesional, pero sí humano.
Es cuestión de principios y educación.
Pensad en lo aburrida que sería la vida si la hostelería no existiese y en la cantidad de razones que hay para cuidarla y darle el lugar y el trato que merece.
Nos leemos y oímos en dos semanas. Un abrazo.
Comentarios
Un comentario en “Hostelería, te quiero”
Andrea
14 de octubre de 2021 at 21:06
Increíble como Claudia te enreda en cada una de sus palabras y te hace sentir como si de tu vida se tratase. Aunque más increíble ella, por dentro y por fuera. Gracias por la parte que me toca, no has podido expresar mejor lo bien que nos cuidan en FiveGuys.
Un beso Clau, te quiero.