Me voy a Madrid sola. Sí, sola

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Imagen de la ciudad de Madrid | Foto: Remitida
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Este artículo se puede escuchar en formato Podcast, aquí.

¿Cómo es que te vas a Madrid sola, Claudia? ¿Por qué sola? ¿Y Pepe qué dice?

¿Qué vas a hacer en una ciudad tan grande que, además, no conoces, tú sola?

Estas son algunas de las frases que he tenido que escuchar reiteradas veces a lo largo del mes y pico que hace que tomé la decisión de irme a Madrid de retiro en mis vacaciones.

Que la gente, incluida la mía, se extrañen de que me apetezca viajar sola me ha hecho pensar en muchas cosas.

¿Es que acaso tener pareja ha significado en algún momento no poder o deber viajar sola?

¿Es que acaso necesito que alguien hable por mí, o ande por mí, y es por eso por lo que debería viajar siempre acompañada?

No sé, de corazón, en qué momento esto podría resultarle a alguien raro o insano.

Yo dejé de vivir con mis padres para empezar a hacerlo con la que era mi pareja.

Siempre he tenido a alguien al lado que viajara conmigo; que me sacara del vaso de agua en el que, multitud de veces, creía estar ahogándome; que me indicase por qué calle tirar cuando mi orientación fallaba, que es siempre; alguien que hiciera que la oscuridad por la noche no me diera miedo. Ni los ruidos sin explicación. Tampoco el silencio extremo.

Y qué suerte la mía.

Supongo que fue la certeza de saber que siempre habría alguien ahí lo que hizo que en su día tuviera miedo a salir de mi zona de confort, a verme sola solventando situaciones en las que siempre había una voz diciéndome que no pasaba nada, que todo iba a salir bien.

Hace cerca de un año mi vida dio un giro de 180 grados.

De repente, en cuestión de días, ya no compartía techo con nadie, ni cama.

Tampoco gastos ni miedos, ni sueños.

Ya no había nadie esperándome ni a quien yo tuviera que esperar para ver el siguiente capítulo de la serie, pero tampoco a quien me contara qué pasaba justo después de que me quedase dormida.

Nadie que me pidiera cinco minutos más de sueño después de que la alarma sonara ni que me llevara al trabajo los días de lluvia.

Ya nadie me abría la puerta si me dejaba las llaves en casa cuando bajaba al súper, ni sacaba a los perros, aunque no le tocara, con tal de que yo no tuviera que hacerlo a las tantas de la madrugada cuando llegaba del trabajo.

Fue entonces cuando saludé a una realidad que nos va a acompañar de por vida, y a la que es mejor abrazar y tenderle una alfombra roja: la de aprender a estar solo con uno mismo.

Comprobé que es cierto lo de que son 21 días los que uno tarda en acostumbrarse a los cambios sin que pasen factura emocional o físicamente.

Empecé a perderle el miedo a la oscuridad y a pillarle el gusto al silencio extremo.

Bajé a los perros de madrugada y dejé de mirar hacia atrás cada dos metros.

Empecé a confiarle mi seguridad al segundo pestillo de la puerta de casa y no a quien dormía conmigo.

A no agobiarme cuando me perdía o llegaba tarde a algún lado.

A reírme de lo absurdamente insegura que me creo a veces cuando en realidad no lo soy tanto.

Empecé a reconciliarme conmigo misma, a quitarme esa venda de los ojos que me impedía ver que, en muchas ocasiones, mi peor enemiga había sido yo. La más dura, la más exigente, la más cruel.

Yo, conmigo misma.

Empecé a abrazar a mi soledad, a hacerlo con amor.

Cuando estuve en Madrid el pasado septiembre me prometí volver, esta vez sola, a empezar a escribir lo que, sin prisa, el día de mañana me gustaría que fuera mi primer libro.

Y así lo he hecho.

Me busqué un Airbnb que me pareció lo suficientemente acogedor como para inspirarme, y que estaba muy bien ubicado respecto al centro de la ciudad, y para allá que me fui este fin de semana pasado.

Con la libreta en el bolso y con el móvil en la mano todo el rato para hacer todos los robados callejeros posibles, me he pateado Madrid, la mayor parte del tiempo sin saber dónde estaba.

Me he inspirado su gente, en sus calles y su cielo; en los labios de terciopelo del bebé negro del metro y en las miradas que se cruzan entre el final de un vagón y el otro, algunas de las que no se olvidan nunca.

En la conversación que mantenía la pareja que iba caminando delante de mí por Madrid Río el día que decidí no coger el metro e irme a Gran Vía andando.

En la risa de Alfredo, mi amigo para toda la puta vida y en la amistad tan bonita que me brinda Elena.

En cada esquina y edificio, en cada paso de peatones abarrotado de gente, en cada pantalla luminosa.

Me he dado duchas interminables y he cantado en voz alta, y me he permitido comer todo lo que me ha dado la gana, incluido el bizcocho casero que, nunca sabré quién, me dejaron colgado en la puerta del apartamento.

He estado sola y me he sentido en compañía.

Y es que estar solo no tiene por qué significar sentirse como tal.

Ahora que este giro drástico que dio mi vida va quedando atrás, y que cada vez temo menos recordar, le doy las gracias por haberme supuesto tanto, tanto aprendizaje.

Por enseñarme a hacer caso a lo que siento, que, como bien leí no sé dónde, al final es lo más real que tenemos.

A darme todo lo que me pida el corazón, siempre que esté a mi alcance.

A no reprimirme.

A tener tantas conversaciones incómodas como sean necesarias para que mis relaciones, incluida la mía conmigo misma, sean lo más sanas posibles.

Creo que ahora tengo la fuerza suficiente para afrontar los cambios que estén por venir sin que sus corrientes puedan esta vez conmigo.

Y, aunque vuelvo a compartir techo y cama, porque es lo que me nace, y vuelven a ser dos los cubiertos que hay que poner, y los cepillos de dientes del baño, ahora no le tengo miedo a la posibilidad de volver a verme sola bajo ningún techo, ni en mitad de ninguna calle desconocida, o de algún colchón por grande que sea.

Ahora creo que ya estoy preparada porque he aprendido a darme en mi vida el sitio que merezco, tal y como deberíamos hacer todos, o mejor aún, no dejar de hacer nunca.

He aprendido a ser fiel a mí misma, y de Madrid me vengo con unas cuantas lecciones recordadas.

Os animo a que viajéis de vez en cuando solos.

Acompañados también.

A que dejemos atrás la absurda teoría de que el tiempo de ocio y de calidad siempre ha de ser compartido.

A que, si hay algo dentro de ti, como lo hubo dentro de mí, te pida dedicarte el tiempo libre en soledad que mereces y que tanto llevas sin regalarte, busca un destino, coge tu maleta y vete.

No tiene absolutamente nada de malo, por muy raro que la sociedad y tu entorno pueda verlo.

No estás siendo egoísta, te estás mimando.

Y, sobre todo, a que recordéis que, si alguien va a estar a tu lado hasta el fin de tus días, con total certeza, solo vas a ser tú.

Yo pienso hacerlo una vez cada equis tiempo, lo de viajar sola digo.

Voy a ir pensando en mi próximo destino, aunque siento que tengo que volver a Madrid, que aún hay unos cuantos rincones donde tengo que sentarme a escribir.

Un abrazo enorme.