No lo digo yo, lo dice Roberto Brasero: mañana empieza el otoño climatológico

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"Creo que pertenezco a ese discreto 10% de la población que hoy celebra el ‘fin’ del verano en vez de lamentarse por ello" | Foto: Remitida
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31 de agosto.

No me lo creo.

Llevo esperando y soñando con este momento desde la primera noche de calor que pasé, que fue a finales de mayo si no recuerdo mal.

Creo que pertenezco a ese discreto 10% de la población que hoy celebra el ‘fin’ del verano en vez de lamentarse por ello.

Hay muchas razones por las que no me gusta el verano y por las que cada vez lo hace menos.

Y creo que este ha sido, con diferencia, el que peor he llevado, y eso que soy una privilegiada y he podido irme de vacaciones y huir unos días del fuego que ha estado cayendo del cielo en Granada.

42 días de ola de calor para ser exactos. Qué miedo. Y cada vez hace más, llega antes y se va más tarde.

Hacerme a diario los 10 o 15 kilómetros andando que me hago en cualquier otra estación del año ha sido un reto al que no he querido ni siquiera enfrentarme; he cogido el patín hasta para ir a la parada de metro, que está a 15 minutos andando desde casa.

He dormido poco y mal, me he duchado para volver a estar sudada a los diez minutos y no he podido comerme un plato de cuchara, con lo que a mí me gustan.

He dejado de ponerme faldas cortitas que me encantan porque no paraba de sudar. Y es que ir en transporte público, sentarte y que cuando te levantes se vea tu sudor ahí brillando en el asiento, donde en breve va a poner su culo otra persona, no mola nada.

Poder poner el aire acondicionado cuando lo necesites se parece ya más a un lujo que a una necesidad.

Me he pasado el verano lamentando todos y cada uno de los incendios de los que se han llenado a diario los titulares de los informativos.

No somos conscientes de que esto no es más que el anuncio de la muerte del planeta, lenta y dolorosa, muy dolorosa.

En resumen, soy menos feliz en verano. Disfruto menos de todo, así, en líneas generales.

Para mí, estar escribiendo mi columna en el último día de agosto es un regalo y, sobre todo, un placer.

Escucho de fondo las noticias. Hablan de que este año la vuelta al cole es un 20% más cara respecto al año pasado; en los supermercados y bazares ya hay material escolar, todas las cafeterías del barrio vuelven a estar abiertas y hoy en el mercadillo ya había ropa de abrigo y solo resquicios de ropa de baño y vestidos veraniegos.

Ayer, cuando me desperté y vi lo nublado que estaba, abrí la ventana y confirmé lo que sospechaba: olía a petricor.

Sonreí, cogí el móvil y le escribí a mi madre dando por hecho que ella, que madruga un montón, ya habría sentido esa felicidad hace rato y que estaba esperando a que me despertara para que la compartiéramos. Porque si hay un olor que nos recuerde la una a la otra, es ese.

Fue como, de nuevo, darle el primer beso del año al otoño en los labios.

Y al verano la penúltima palmadita en la espalda.

Para la última voy a esperar, esta vez encantada en vez de ansiosa.

Mentiría fuertemente si dijera que este verano no me ha traído nada bueno.

Han sido 3 meses emocionalmente muy intensos, algunas las lunas llenas que han hecho estragos en mí y varias las montañas rusas en las que de repente me he visto subida sin saber muy bien cómo bajarme.

Pero cuando he sabido abrazar a esas emociones, me he empapado del destello de la luna y he esperado a que la velocidad de la montaña rusa disminuyera para bajarme, solo he podido sentirme de una manera: agradecida.

Por las decisiones tomadas, las que tienen punto de retorno y las que no; también por las personas que están, de una manera u otra, implicadas en ellas.

Por las lágrimas derramadas a tiempo, a cada cual más valiente, y los abrazos regalados y recibidos sin esperar nada a cambio.

Por haberme metido en el mar sin miedo, también a que se me saliera un pecho mientras cogía olas y pudiera verme alguien.

Por las personas con las que trabajo y que, sin duda, han sido, son, grandes responsables de mi felicidad entre esas cuatro paredes. No hacen falta nombres, ellas saben quiénes son.

Ahora, en las primeras horas de septiembre, ese mes que tanto me fascina, yo ya ando pensando dónde voy a meter toda la ropa que me he comprado este verano cuando diga de hacer el cambio de armario.

También en mis próximas vacaciones, a las que saludo en tres días, y en qué me voy a llevar al Cabo de Gata de ropa, porque claro, el tiempo está loco y las noches pintan más fresquitas.

Roberto Brasero acaba de decir que mañana empieza el otoño climatológico y creo que eso me va a obligar a coger la maleta grande. Lo siento, Pepe, es por si las moscas.

También estoy pensando en que ya va siendo hora de hacer unas buenas lentejas y de bajar la persiana del todo por la noche, a excepción de una rajita.

De dejar de tomar el café con hielo para tomarlo templado y de adelantar la cena de las 21:00 a las 20:00.

Me espera un mes especial, muy especial.

Voy a llevar a cabo una de esas decisiones que he mentado antes, y de las que no tienen punto de retorno.

Mi septiembre va a terminar de una manera completamente distinta a cómo lo voy a empezar y, de nuevo, no os mentiré: estoy nerviosa.

Os contaré más, pero mientras tanto, y como siempre, os abrazo mucho.