La suerte de tener un mejor amigo

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Iván, el mejor amigo de Claudia López | Foto: Remitida
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Conocí a Iván hace 5 años. Era mi primer día de trabajo y le asignaron a él la tarea de enseñarme todo.

Recuerdo que me llamó la atención lo rápido que se movía y la manera tan impecable que tenía de trabajar y de transmitirme sus conocimientos; claro, conciso y preciso.

Muy amable y educado, pero marcando una distancia de la que era dueña su timidez.

No llevaba ni una hora a su lado cuando se resbaló delante de mí y estuvo a punto de caerse.

Quien me conoce sabe que pocas cosas hay en esta vida que me hagan más gracia que una caída o un tropiezo ridículo, empezando por los míos.

Pero es gracia de la mala, de la que te provoca una risa incontrolable que puede acabar resultando incómoda, y más si se trata de alguien desconocido, que es lo que Iván y yo éramos en ese momento.

- “Uy”-, dijo él, esbozando en su boca la típica sonrisa de “tierra, trágame” y mirando al suelo.

Fue ese “uy” lo que me provocó una, efectivamente, incontrolable carcajada en sus narices y el consiguiente comentario que hago justo después, intentando así que no piensen que soy una gilipollas:

- “Lo siento, de verdad, es que tengo un problema con las caídas y no puedo evitar reírme, no me lo tengas en cuenta”.

Él sonrió, esta vez de verdad, y emitió una carcajada de esas hacia dentro transmitiéndome así que no estaba molesto.

Desde ese momento hasta hoy, cinco años después, no recuerdo ni un solo día en el que haya estado con Iván y no haya acabado llorando de la risa, incluso estando rota, incluso habiéndolo hecho cinco minutos antes de pena.

Hemos reído hasta caernos, hasta sufrir una indigestión porque nos dé un ataque de risa mientras comemos; hemos reído hasta tener que parar el coche porque empezaba a ser peligroso, hasta contagiarle a desconocidos nuestra risa, hasta tener que colgar el teléfono porque no somos capaces de tener una conversación.

Hemos reído, y reiremos, hasta perder la voz de lo fuerte que lo hacemos.

Iván es extremadamente gracioso, pero es infinidad de cosas más.

Es noble, puro, transparente.

También tímido.

No conoce la maldad ni concibe que exista.

Es valiente, no sabéis cuánto.

Aventurero, atrevido.

Responsable, trabajador.

Muy limpio y ordenado.

Tiene voz de locutor y suele hablarte como si fuera un azafato de vuelo cuando te subes en el coche y te pide que te pongas el cinturón.

Está siempre, para todo.

Dormía en casa una vez a la semana y Pepe y los perros lo quieren casi tanto como yo.

Casi, porque como yo es imposible, os lo aseguro.

Hace justo un año dejó Granada para irse a Barcelona a vivir y trabajar, y desde entonces solo nos hemos visto dos veces, pero muy pronto lo tengo aquí de vuelta y no hay cosa que me llene más el alma ahora mismo que pensar en volver a compartir mi tiempo con él.

No ha habido ni un solo día en el que no lo haya echado de menos y pensado en él.

Ni un solo día, sin embargo, en el que lo haya notado lejos.

Porque, como dice Sara Búho, la distancia se mide en ganas, no en kilómetros.

Hay amistades que permanecen en tu vida solo durante determinadas etapas; amistades de diferente trascendencia, de diferente grado de unión. Algunas nacen a los segundos de conocerse y otras se van forjando con el tiempo. Algunas duran más y otras menos.

Iván ha estado en todas y cada una de las etapas de mi vida desde que llegó a ella, y siento dentro muy fuerte que así será hasta que nos hagamos viejitos juntos.

Es capaz de trasmitirme su calor y su incondicionalidad solo con mirarme.

Me hace sentirme fuerte, guapa, válida para llevar a cabo cualquier cosa que me proponga.

Especial.

Confía en mí más que yo, lo hace ciegamente.

Conoce cada una de mis maneras de fruncir el ceño, el grado de tristeza o enfado según sea mi voz y todo aquello que pueda sacarme de quicio.

Sabe cómo darle una tregua a mi ansiedad cuando viene a visitarme bastante mejor de lo que, de momento, sé hacerlo yo.

Me cura, me apacigua. Me baja de las nubes cuando yo sola no puedo y me sube a las estrellas cuando quiere hacerme sentir que, con mi luz, yo también puedo ser una de ellas.

Iván es mi mejor amigo porque creo en las almas gemelas desde que él está en mi vida.

Y es que creo que estábamos destinados.

No puedo, os lo prometo, explicar con palabras lo que somos cuando estamos juntos, pero la gente que ha estado con nosotros sabe de lo que hablo.

Es una conexión tan sumamente fuerte que dudar de que algún día podría acabarse por alguna razón roza lo absurdo.

Nos admiramos, nos queremos, nos respetamos y nos aceptamos.

No cambiaríamos nada el uno del otro porque, modestia aparte, juntos somos un combo perfecto. O casi perfecto, que es mejor aún.

Cómo te echo de menos, alma gemela.

Qué orgullosa estoy de ti, qué bonito es cualquier lugar donde tú estés.

Escribo esto sentada en mi sofá, el que también es tu sofá.

Te recuerdo aquí, en casa, con tu pijama de franela y de rayitas, con tu pastilla encima de la mesa para que no se te olvide tomártela justo antes de irte a dormir.

Haciéndonos reír a carcajada limpia a Pepe y a mí cuando nos dices que podemos dormir en nuestro cuarto, pero que no nos acostumbremos, que somos los invitados y esta es tu casa.

Grabándome videos a traición con los filtros más horribles del mundo y llorando juntos una y otra vez al verlos, de esa manera tan tuya y mía: pegándonos en la pierna, tirándonos uno encima del otro, cogiendo aire para soltar un chillido porque carcajadas ya no nos quedan, como si el mundo fuese nuestro.

Y es que, en ese momento, lo es.

En estos meses que no he podido disfrutarte, una persona ha llegado a mi vida y todo apunta que para quedarse.

Se llama Carlos y es muy especial.

En realidad, lo conocí hace bastantes años, ¿sabes? Me mató una cucaracha cuando yo vivía con Nuria.

Pero nunca más nos vimos, hasta este mes de junio pasado, y desde entonces no hemos dejado de hacerlo.

Ya conoce también a la Titi, a Cris y a Emi.

Nos hemos hecho muy amigos, pero tranquilo, porque, aunque ya sé que no se trata de esto, nadie nunca podrá ocupar tu lugar. Si acaso uno muy cerquita, pero no el tuyo.

Cada vez que estoy con él, casi cada día, no puedo evitar pensar en lo guay que va a ser cuando os conozcáis.

Y en la de momentos vergonzosos y surrealistas que me vais a regalar.

Ahora estás en Barcelona, y yo contando los días que quedan para tu vuelta, imaginándonos en la cocina hablando de lo carísimo que está todo mientras cocinamos, oyéndote decir que te han costado dos tomates 1,50 euros porque son de Cartier y pudiendo oír nuestras carcajadas, y eso que todavía no estamos juntos.

De hecho, creo que verte y abrazarte es justo lo que necesito para que esta dichosa infección de los ojos se vaya del todo.

Sé que nos declaramos el amor a diario, pero sentía la necesidad de recordarle a la gente lo bonito que es tener una amistad en nuestras vidas que suponga y aporte todo lo que tú me aportas a mí.

Gracias por aparecer, por estar, por hacerme tan sumamente feliz.

Gracias por ser mi mejor amigo, espero estar a la altura.

Te adoro, y a vosotros, os abrazo todo lo que no he hecho este mes.