Dos palomitas
Dos palomitas acurrucadas, la una con la otra, en el campanario de la Iglesia de Santa Ana. Parecen sentirse como en casa. Una es más bajita, un poco oronda y de mirada arratonada. Bien parecería un Sancho desasosegado o un palomo cínico. Apoya parte de su cuerpo en la mayor, que si uno se fija bien, observa que se ha acomodado sobre una pequeña irregularidad que la hace estar más elevada. Esta es alta, gallarda, con una mirada divagante, nerviosa. Ambas parecen haberse asentado en armonía, como si hubieran realizado un pacto sincero y bien medido, asegurando su estabilidad; una perfecta atracción de contrarios o una suma redonda de números enteros.
Golpeó el badajo y osciló el yugo. Las dos en punto. Las palomitas volaron. Juntas marcharon a la Plaza de la Trinidad donde, perdidas entre un jolgorio de muchas, no lograban reencontrarse. Se hallaban entre la espesa arboleda que techa la plaza. Cada palomita suspendió su búsqueda por minutos. Pues, perteneciendo a grupos diferentes, tuvieron que aprovechar el momento para acercarse a las de su clase. Entonces, ocurrió. Algo debieron de decirle a la palomita gallarda, un rumor se le hizo notar - que con toda posibilidad ella ya había percibido y dubitado previamente -. Se decidió en el acto. De tal forma que al ver a la palomita oronda no quiso retomar la cercanía. Si bien, en un inicio, sintiéndose rechazada, trato de perseguir a su compañera con desorientación, no tardó en percatarse de lo que ocurría. Reuniéndose con el resto de palomitas orondas, se encontraron con las palomitas gallardas en el campanario, esta vez, de la Iglesia de la Magdalena. Lo consideraron más privado que Santa Ana. Trataban de ocultarse de la opinión pública. Pensaron que hallarían una solución que complaciera a ambos bandos. Y no solo no fue así, sino que tal fue la ofensa que recibió la palomita oronda que dimitió de sus cargos, alegando que jamás volvería a cooperar con la palomita gallarda. No tardía en tener una sustituta.