Desengaños
Tenemos la mala costumbre de esperar hasta el final, con más corazón que razón, a que las cosas se conviertan en lo que nosotros deseamos que sean. Cuantas veces nos hemos sentado en el sofá y hemos dejado el móvil sobre la mesa, visible, esperando esa llamada que nunca se produjo. O cuantas otras hemos refrescado la bandeja de entrada del correo electrónico para comprobar ese e-mail que nunca llegó. Oportunidades laborales, amores perdidos, planes incumplidos… Esa esperanza rota por el paso del tiempo hasta que asimilamos la oportunidad perdida como algo normal, nos forja como personas. Una enseñanza vital que, aunque le cueste comprender a aquellos que no les gusta el fútbol, nos brinda de manera cruel este bendito deporte. Y particularmente pienso que los granadinistas tenemos mucho de esto. De saber esperar a sabiendas de que nos partirán la cara, de vivir trágicamente los desengaños.
Con quince o dieciséis años me perdí el autogol de Pocholo. Ese que certificó, como el más despiadado de los jueces, la condena que purgó todos los pecados del Granada. Y me lo perdí por preparar la celebración de un ascenso que ya daba por hecho en el tiempo de descuento. Llegaba a su fin el partido frente al Quintanar y desde el nivel alto de preferencia enfilé las escaleras hasta el nivel bajo. A ras de césped, tras la valla de barrotes amarillos, me paré para abrocharme fuertemente las zapatillas para celebrar la victoria cual liebre corretea por el campo. Y allí agachado, preso por los nervios y sin atinar con los cordones, escuche el típico estruendo sordo de la desolación. El Granada acababa de encajar un autogol que hacía perder el ansiado ascenso a Segunda B. Desde entonces me presiento un tanto negativo, a lo que el fútbol se refiere. Me sé con los pies en el suelo e intento hacer más caso a la razón que al corazón. “Somos lo que somos”, me repito a menudo, preparando el cuerpo para el fracaso, intentando esquivar el desengaño.
El jueves pasado llovió en Granada. Llovió mucho. La tarde era de esas de quedarse en casa mirando por la ventana, nostálgico, pensando en todas esas veces en las que te fuiste sin mirar atrás o en las que te dejaron esperando. De rememorar los palos que hemos sufrido mientras ves con la mirada perdida arreciar el agua contra el asfalto. De rumiar los desengaños. El jueves olía a despedida. Y no fue otra que la de Diego Martínez, el gran artífice del “Granada de los milagros”. Mi razón me hacía sabedor de que lo lógico es que abandonara Granada a final de temporada, y llevo meses intentando convencerme para evitar el desengaño. Pero su marcha no por esperada ha sido menos cruel. “Somos lo que somos” -me sigo repitiendo mientras escribo estas líneas-, Diego se ha ido.