Fútbol vs fútbol
Siempre me he considerado una persona un tanto impulsiva, de pensarme poco las cosas y de equivocarme mucho. Pero además de arrastrar un número incontable de errores y perdones, también me presiento un tanto contradictorio, capaz de amar y aborrecer al mismo tiempo.
El martes pasado, sentado en el parque infantil viendo jugar a mis hijas y charlando con otros padres sobre colegios, ampas y vacunas; un lector de esta columna me dijo que yo era un erudito del fútbol. Entre risas le contradije. Le dije que yo era todo lo contrario. Que sí, que me podría gustar el fútbol, pero que entendía menos que cualquiera de los allí presentes. Que a mí me gustaba el Granada, ir a Los Cármenes y poco más. Pero asumo que es difícil de comprender que alguien que dedica parte de su tiempo libre a escribir sobre este deporte y sumergirse en hemerotecas futbolísticas, pueda empacharle el fútbol en la misma medida que al resto. Y he de reconocerlo, me aborrecen los fines de semana plagados de partidos, los fans con más accesorios que visitas a los estadios, las camisetas de colores chillones, los escudos sin bordar, los mapas de calor y las entrevistas triviales. Reconozco que no sé a quién fichó cada equipo en el mercado de invierno y que no entiendo de tácticas, de presiones altas o de laterales reconvertidos. Que más que el juego en sí, prefiero darme una vuelta por el estadio, tomarme una cerveza viendo un ambiente prepartido y que me esfuerzo más en interpretar un cántico que en ver quién calienta en la banda.
Por la noche, reflexionando sobre la que creía una contradicción más de mi carácter y mientras los telediarios recordaban las galopadas de Vinicius, se viralizó la polémica que casualmente rondaba desde hacía horas en mi cabeza. Comenzaba el partido que ha dividido durante casi toda la semana a futboleros, a periodistas deportivos, a youtubers y a influencers futbolísticos de todo tipo; el Atalanta frente a la Atalanta o lo que es lo mismo: el fútbol contra el fútbol.
Desde mi grada imaginaria, sin entender demasiado sobre panenkitas y libertades, leía comentarios y escuchaba opiniones de unos y de otros. Y admito que, como siempre me pasa dentro de un estadio, mi atención se desvió hacia el graderío, hacia los colores, los run-runes y la agitación de bufandas. Cuando el encuentro llegaba a su fin y con un más que previsible empate en el marcador, de repente sucedió la que para mí fue la jugada del partido. La genialidad capaz de captar la atención de los despistados. La contradicción por excelencia. Porque, ¿hay algo más contradictorio que un groundhopper asevere que no entiende nada de fútbol? Natxo Torné -seguramente el mayor coleccionista de estadios español- consiguió desmarcarse del complejo entramado defensivo mostrando una camiseta con una leyenda formidable: “Mai visto un gol” -nunca he visto un gol-, seguido del escudo del/de la Atalanta, germen de la discordia. Entonces terminé de comprender que ni yo me contradigo ni esto es un partido de dos. Que, como en la vida, en el fútbol hay sitio para todos. Para los que se desviven con las estadísticas y para los que critican a los cracks apoyados en la barra del bar. Para los que se sientan en el sofá y para los que lo hacen en gradas de media Europa. Para los que coleccionan camisetas y para los que acuden con traje al estadio. Para los que abren los ojos al presenciar un buen regate y para los que se pasan el partido de espaldas al terreno de juego. Para los que no paran de cantar y para los que callan presos de los nervios. Para los que no ven nada y lo escuchan todo. Y es que “el fútbol”, le pese a quien le pese, es mucho más que mero fútbol.