Mucho más que un número
No puedo afirmar lo que sentiría ayer Jorge Molina -el único jugador de la plantilla que es mayor que yo- cuando, uno tras otro, logró meter tres goles y reventar el récord de longevidad de los goleadores de la Liga. Es imposible que sepa lo que sintió, aunque no es difícil imaginárselo. Por eso, por unos instantes, creo que me pude sentir como él. Guardando las diferencias, claro está.
No sé muy bien cómo, antes de que empezara el partido, de repente me vi al final de una fila de niños y adolescentes en la Fan Zone que había habilitado el Granada para animar la previa del encuentro. Debía sacarle unos 15 años al mayor de todos los que me precedían en aquella cola que mi hija de 6 años no quería hacer sola. Así que, paciente, como Jorge Molina esperando un buen centro entre defensas a los que puede llegar hasta doblar la edad, esperé mi turno y, tras ella, me dispuse a lanzar sobre aquella portería hinchable y dividida en zonas puntuadas. Después de los numerosos lanzamientos fallidos de aquellos adolescentes que se animaban y abucheaban a partes iguales, fruto de mi experiencia, posé aquel balón tranquilo sobre el piso y lo coloqué de un suave disparo en la mismísima escuadra. Golazo y premio. Premio que lógicamente fue a parar a manos de mi orgullosa hija que sonreía delante de todos aquellos chicos que me miraban con incredulidad.
Dicen que la edad no es más que un número. Pero es mucho más que eso. Y el domingo, el fútbol volvió a confirmarlo. Por eso, porque la edad es mucho más que un simple dígito, Los Cármenes se rindió ayer a los pies de Jorge Molina, ese delantero que decían que venía a Granada simplemente a jubilarse. Y por eso mismo también, el granadinismo despidió como merece a Antonio Lasso, realizando uno de los minutos de silencio más sentidos de los últimos años. Como tantos, yo me sabía a mitad de camino de los dos protagonistas de la jornada, en el nivel medio de Preferencia: a unos 10 metros sobre el césped y otros tantos por debajo del “cuarto anillo” de Los Cármenes. No era más que uno de los miles de fieles que disfrutaban del espectáculo bufanda en mano, de los que rellenan el fondo de las fotografías. Pero de repente, poco después de que el partido finalizara y mientras la afición ovacionaba al triunfador de la tarde, mi hija sacó con mucho cuidado de entre su bolsillo la pegatina que le había conseguido y me sonrió pletórica. Entonces, por unos instantes, me sentí el número uno. Al menos para ella, para sus ojos. Que ya es mucho.
A Antonio Lasso. Un maestro para todos los que hemos pretendido husmear por la historia rojiblanca. Descansa en paz.