Fuera de lugar
De un tiempo a esta parte, seguramente en demasiado poco tiempo, nos hemos tenido que acostumbrar a muchas cosas prácticamente a la fuerza. La pandemia ha acelerado muchos procesos que, si bien seguían su camino, pegaron un acelerón para implantarse definitivamente quizá antes de hora. O al menos antes de que estemos realmente preparados.
Durante los últimos meses, a menudo me he sentido como ese delantero que llega tarde a la presión, o como esos extremos que esfuerzan su carrera para evitar que el balón traspase la línea de banda. Las mascarillas, el teletrabajo, los geles desinfectantes, las citas previas... Para todo, en mayor o en menor medida y más tarde o más temprano, me he esforzado para conseguir pillarlo. Sin embargo, hay cosas que de repente me chirrían sobremanera y hacen que, en plena carrera, pare en seco y deje salir el balón mansamente por la línea de fondo. Sin hacer nada por retenerlo dentro del terreno de juego.
Tengo que reconocer que los parques infantiles precintados, las atenciones médicas por teléfono o las retransmisiones televisivas de los partidos de fútbol, han podido conmigo. Es ver ese degradado superpuesto sobre las gradas vacías simulando a una afición y escuchar los ‘uy’, las celebraciones de los goles e incluso las protestas arbitrales de un público que no está y sentirme imbécil inmediatamente. Oigo a una afición virtual jadear por un equipo, mi equipo, y me parece absurdo. O quizá sea maravilloso, me auto rebato a veces. ¿Será este nuestro futuro? Me pregunto tumbado, cerveza en mano, mientras escucho un Los Cármenes vacío cantando a pleno pulmón.
Por eso, aún con mi mascarilla puesta y mis tres días de teletrabajo en casa, habitualmente me siento fuera de lugar. Hay algo de esta nueva normalidad que no consigo pillar. A algo no me he terminado de acostumbrar. Durante el confinamiento domiciliario me intuía a remolque, a pie cambiado. No hice pasteles ni tartas y me cansé de las videollamadas. No hice deporte en casa, ni celebré ningún gol del Hertha de Berlín. Y me sigo sintiendo fuera de lugar ahora, cuando veo que la gente se desenvuelve con naturalidad y a mí me cuesta entender como el médico me diagnóstica un catarro de vías altas por teléfono. O aquellos que suplican al club de su alma un abono “simbólico” para una temporada que jamás vio, pero por la que desea pagar.
Y es que a menudo dejo sonar mi teléfono con una videollamada entrante, hasta que cuelgan, como ese centro pasado por el que no haces ni el amago de llegar.