Perspectivas
Ayer, a pesar de ser domingo, me levanté temprano. Bueno, la verdad es que desde que nacieron mis hijas siempre me levanto temprano. Calmar toses, hacer olvidar pesadillas, secar llantos o, simplemente, salir a hurtadillas de la habitación para disfrutar de una media horita de tranquilidad antes de que nadie se levante. Cómo nos cambia la vida… ¡Cómo cambiamos!
Desayunando plácidamente y leyendo lo último de Ballester, me percaté de que la anoche anterior no escuché ni un cohete. Y eso que fue la del resurgir del Barcelona, la de su enésima Copa del Rey, "la primera de la nueva era". No tengo muy claro eso de la era, supongo que será la nueva de Joan Laporta... Sea como fuere, parece que en la casa del poderoso las épocas malas son siempre muy cortas. Lo cierto es que, en mi casa, como creo que en la de muchos nuevos y viejos granadinistas, el partido no se vio. Mi hija menor eligió una película de perros que resultó ser el remake de la Dama y el Vagabundo, pero con perros de realidad virtual; y hasta que no adoptaron al vagabundo y ella se quedó dormida en el sofá, no cambiamos de canal. Para entonces, el Barcelona ya goleaba 4-0 y le acababan de anular el quinto, pero dejé a mi hija mayor pegada a la tele con la excusa de ver la entrega de la copa. Por vez primera iba a comprobar que realmente en el fútbol se entrega un trofeo de verdad y le extrañó tanto el tamaño de la copa como la altura del rey. Será cuestión de perspectivas. A mí lo que realmente me extrañó fue que no escuché ni un cohete, ni siquiera un petardo. Parece que Granada, poco a poco, se está granadinizando, aún con sus habituales derrotas.
Y es que el fútbol, como en la vida, todo es cuestión de perspectivas. No es lo mismo ver las cosas desde arriba que desde abajo. No es lo mismo perder un partido con un gol en propia meta y quedarte en Tercera, que perder un partido en Old Trafford y quedar apeados de la Europa League con un penalti dudoso y un autogol. Algo que pude experimentar en mi propio pellejo la mañana siguiente del partido de Manchester, cuando recogí la bufanda que tendí la noche anterior sobre la tele para meterla en la caja donde guardo todos los enseres del fútbol. Allí, en el fondo de la caja, debajo de un par de gorras y unas camisetas vi la boina rojiblanca que me compré en el Granada-Quintanar del 2003. Esa que en veinte años no he sido capaz de volverme a poner. Y allí, debajo de todo, la volví a dejar. Quizá esperando que algún día esa herida termine de cicatrizar.