Petits Récits
El filósofo francés Jean-François Lyotard consideró que el fin de la modernidad sería el término de las grandes historias que hasta entonces ordenaran nuestros imaginarios. Decía que estas serían sustituidas por una suma de pequeñas narrativas o petits récits; relatos que nacen desde las minorías o bien, a partir sujetos únicos – producto de tensiones entre lo individual y lo colectivo –, y que perciben a las grandes narrativas, otrora establecidas ortodoxamente, como formas totalitarias de poder.
Esta afirmación no tenía un sentido moral; sí dejaba abierta la puerta a un relativismo generalizado, de la misma forma, permitía la disidencia y la libertad. Esas “pequeñas historias” son consecuencia directa de la democracia: legítimas formas de expresión. Quizá, donde esta teoría toma presencia con mayor nitidez es en las redes sociales –stories, snapchats, directs– que conforman, en realidad, una única red social y un olimpo de ídolos, clichés y masas.
En ese sentido, entenderíamos que las tensiones de las que el filósofo reflexiona se darían entre los medios digitales, que son los innovadores y los más proclives a la subversión; opuestos a los sistemas tradicionales de consumo, como el mercado literario o la industria del cine.
El filtro que antes tuvieran las editoriales, que procuraba una selección apta y mediada entre la calidad de la obra y las necesidades de venta, es ahora matizado por las autopublicaciones y por una superproducción de obras escritas por autores del mundo del entretenimiento. Dicha competencia ocurre, de la misma forma, con la producción televisiva o cinematográfica, que pierden demanda a favor de Youtube o Twittch, que suelen ser preferidos por el público joven.
La semana pasada, en el programa Gen Playz de Radio Televisión Española, debatían sobre los procesos de infantilización en las nuevas generaciones. La conversación fue ejemplar. Cuestionaron a una joven tiktoker si creía que el hecho de independizarse tenía relación con la adultez y con la vida activa en la sociedad: “tronco, ¡yo qué sé! No tengo absolutamente ni idea, dejadme ser joven todo el tiempo que pueda. Yo no quiero madurar ahora”. Ignoro qué tipo de ideas procesa la joven, pero entiendo que aquello que ella entiende que son la madurez y la juventud es producto de una pretensión de autenticidad, de un encierro en sí misma; justificada por lo que se cree ser o representar, y potenciado por el mercado y el capital simbólico.
“Que el todo es igual a la suma de las partes, pero solo cuando las partes se ignoran entre sí”, escribe Almudena Grandes en su novela El corazón helado. Eso parece ser este mundo, tan dinámico, globalizado, y siempre confuso; una suma individualizada de sus partes, que añora un mínimo de entendimiento entre generaciones, de denominadores comunes que orienten y unifiquen; que palien la usencia de relatos comunes.