Tatuajes

En pleno siglo XXI ir tatuado o no todavía puede condicionarte a la hora de buscar trabajo

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Claudia López | Foto:
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Tenía 17 años cuando me hice mi primer tatuaje. Es la lengua de los Rolling Stone y lo llevo a un lado de la barriga. Horrible, es horrible.
Recuerdo que dudé si hacerme eso o el conejito de Play Boy rosa chicle, como lo era mi diario de aquel entonces, con conejitos por todos lados.
No me pidieron ni el DNI.
Noe, mi amiga, la que acaba de publicar su primer poemario ('los girasoles ya no tienen ganas de verte') vino conmigo y no me soltó la mano ni un segundo.
Salí de allí sintiéndome la ‘diecisieteañera’ más guay del mundo, con una lengua roja horrible que iba a acompañarme durante el resto de mi vida.
Esa misma noche me duché, embadurné el tatuaje de crema, me envolví la barriga en papel film y salí de fiesta.
Cuando llegué a casa y vi los 200 litros de tinta que había expulsado pensé que se me había caído el tatuaje.
Y ojalá, pero no, aquí sigue, ‘adornando’ mi barriga.
Tardé algunos años en volver a tatuarme e, ingenua y tonta de mí, volví a cometer el error de hacerme algo que a lo largo de estos años he deseado cerca de un millón de veces no haberme hecho nunca: dos mariquitas del tamaño de dos dados en el pecho, a uno de los lados también. Qué cosa más fea.
Y luego, como a la tercera va la vencida, y yo soy mucho de intentarlo hasta agotar posibilidades, decidí tatuarme un búho con lo que se supone que es la luna detrás en todo el omóplato derecho. Tienes que echarle imaginación para saber si es un búho, un águila o un cuadro de Picasso.
El chaval que me lo hizo ahora es uno de los mejores tatuadores de realismo de Granada, pero en aquel momento estaba aprendiendo y yo consideré que mi piel era un buen lienzo. Error. Menos mal que no me lo veo.

Crecí, y supuestamente maduré.
Empezaron mis primeras tomas de contacto con la vida laboral.
“Ay, Claudia, qué manera de cargarte el cuerpo y de cerrarte puertas a la hora de buscar trabajo”, me repetía mi madre casi a diario, entre enfadada y resignada.
Empecé a buscarme la vida y la tinta de mi cuerpo no supuso nunca una traba para ello.
Eran pocos y si quería no se me veían.
Empecé a trabajar en un estudio de tatuajes, primero en recepción, y luego haciendo piercing y láser para eliminar tatuajes indeseados. Nombres de exparejas y esas cosas.
Esta es precisamente la razón por la que no me he hecho el láser en ninguno de mis tatuajes; ya castigué a mi piel tatuándome esas cosas tan horribles como para hacerme el láser sería volver a torturarla.
Pobrecita.
Duele mucho. Y mi umbral del dolor es cada vez más bajo.
Trabajaba rodeada de artistas, cada uno con un estilo en concreto.
En cuestión de meses tenía el brazo izquierdo prácticamente tatuado entero.
Las amenazas por parte de mis padres de desheredarme nunca dieron fruto.
Seguí.
Recuerdo que una vez una señora mayor me paró por la calle y me preguntó: “¿Cómo ha estado tu madre para dejarte hacer eso, con lo ‘bonica’ que eres?”.
A lo que yo respondí: “Porque no le pido permiso, señora. Ella los odia, igual que usted. Pero tengo 24 años y es mi cuerpo, aunque gracias por lo de bonica”.
En todo momento entendí que pensara así. Hasta hace no más de dos décadas el que iba tatuado probablemente hubiera tenido una toma de contacto con la cárcel.
La vida ha cambiado mucho y muy rápido y entiendo que las personas mayores crean que estamos cometiendo un crimen con nuestro cuerpo.
Seguí tatuándome y sin dejar de trabajar, nunca.
A día de hoy tengo cerca de 30 tatuajes repartidos por todo mi cuerpo y, considero, una amplia experiencia laboral, siempre de cara al público.
Hace aproximadamente tres años me llamaron de una archiconocida cadena de supermercados donde casi todos compramos.
El proceso de selección era largo y complejo.
Primero una entrevista grupal donde se llevaría a cabo la primera criba.
La pasé.
Después, una segunda entrevista también grupal, pero solo con los que habíamos pasado la primera.
También la pasé.
Y, por último, una tercera, ya individual, donde después de más de 40 minutos de entrevista vino la pregunta del millón: “¿Tienes tatuajes visibles?”.
La respuesta era obvia.
“A ver, remángate la camisa”.
Lo hice y no volvieron a llamarme.
A día de hoy, con 32 años y casi los mismos tatuajes, ha sido el único sitio donde haya tenido más peso la cantidad de tinta que llevo en mi cuerpo que mis capacidades y aptitudes.
Y esto me hizo pensar mucho.
En pleno siglo XXI ir tatuado o no todavía puede condicionarte a la hora de buscar trabajo.
Cada vez menos, afortunadamente.
Pero sé de gente con carreras y una amplísima experiencia laboral a la que han echado atrás por ir tatuada.
Como si ir tatuado te hiciese menos apto o más inútil. Como si estuvieses atentando contra alguien o algo.
Por favor, avancemos. Pero avancemos de verdad. Dejemos los prejuicios absurdos atrás.
Normalicemos algo que está tan a la orden del día como ser creyente o no, como preferir los perros a los gatos, o la playa a la montaña.
No sé si me explico.
Lo único que te están contando mis tatuajes de mí es que me gusta tatuarme. Lo único.
No te cuentan si soy peor o mejor persona, ni te dicen nada de mis puntos fuertes o de mis debilidades.
Quiero pensar que esto algún día terminará, y que el ir o no tatuado tendrá la misma repercusión que haber nacido con el pelo rubio o moreno: ninguna.
Si no es así seguiré sintiendo que esta sociedad y su avance, del que muchas veces alardeamos, no es más que una tapadera a la verdad, a una sociedad aún retrógrada que sigue haciendo diferenciaciones tan absurdas como lo es esta.
“Me encantan tus tatuajes, Claudia”. Eso fue casi lo primero que me dijo mi jefe de mi nuevo trabajo, Five Guys.
Voy a seguir tatuándome.
Es mi piel, son mis gustos y es mi decisión. Y tú tienes que respetarla.
No lo hago por rebelarme contra nada ni nadie, lo hago porque cuando me miro al espejo me gusta lo que veo: una chica tatuada que siente y padece igual que las personas que no lo están.
Dentro de espero no mucho tiempo iré paseándome con mi batita blanca por el hospital.
Ayudando a la gente, como mi Egus, mi suegra.
Exactamente igual. Lo único que nos diferenciará, aparte de la experiencia, son los ‘dibujitos’ de nuestra piel, como ella dice.
Porfa, insisto, depositemos nuestra energía e inteligencia en cosas que realmente lo merezcan.
No en juzgar a las personas por sus gustos.
No tiene sentido.