Cuando el resultado no importa
Dan para mucho 35 años de futbolero. Más aún para un granadinista nacido en los ochenta. Partidos vitales, decepciones, sueños rotos… pero también ascensos agónicos, victorias de prestigio y goles en el último minuto. Sin embargo, pocos partidos he vivido tan nervioso como el de este domingo y eso que no era una cita trascendental, sino un simple partido de mediados de Liga, de esos los que sumar puntos o dejar de hacerlo se presupone trivial. Por ello no encaré el día de ninguna manera especial, nada de previas ni quedadas con amigos. Un paseo mañanero con mis hijas por San Miguel Alto, jugar un rato al escondite por la muralla, bajar hasta la calle Pagés y dar media vuelta para almorzar tranquilamente en casa. Una mañana apacible, en la que solo una cosa me hacía sentir incómodo: los mensajes que me iban llegando sobre la injusticia que se había labrado en contra del Granada. Más allá de protocolos federativos y brotes epidémicos, hacer jugar a un equipo a la vez que lo menguas forzosamente me resultaba algo cruel.
Uno de los mensajes que recibí hizo volar mi imaginación mientras divisaba Granada a vista de pájaro desde lo alto de la Ermita. Era la convocatoria del equipo que marchaba en esos instantes hacia San Sebastián. Entre nombres desconocidos, me paré en el de Ángel, un crío de apenas 18 años que en unas horas tendría que defender la portería de un equipo mermado. Una papeleta que podría destruir su carrera deportiva. Y me vino a la mente un partido que aún guardo nítidamente en mi memoria, cuando aún mantenía la ilusión de sentirme futbolista. No recuerdo qué día era, ni mi edad concreta, más allá de que rondaría los 15 y que era una mañana gris. Por circunstancias que ahora mismo se me escapan, nos plantamos en el Barrio del Zaidín sin porteros. Ni titular ni suplente. Mi entrenador no tuvo mejor decisión que sortear entre todos quien defendería nuestra portería, sin siquiera comprobar las habilidades de cada uno. Yo apreté los dientes y crucé los dedos, las paradas nunca habían sido mi fuerte. Pero al igual que ruegas no ser llamado para el examen oral en el instituto y al final cateas; o corres calle abajo para no ser reconocido tras una trastada y te pillan; aquella mañana una sudadera verde tapó mi número seis de la espalda. Aún puedo sentir las miradas de los chicos del equipo contrario clavadas en mi paralizado cuerpo ante los golpeos de mis compañeros. Creo que no atajé siquiera un lanzamiento en los 20 minutos de calentamiento.
Cuando ya sentía la suerte echada -la mía y la del equipo- mi amigo Julio Camacho me quitó la sudadera y con el beneplácito del entrenador, me brindó su espacio en el centro del campo. El partido fue un partido de esos de puro coraje, Julio lo paró todo y ganamos ante la sorpresa de propios y extraños. Tuvimos que salir del polideportivo a la carrera para evitar contratiempos. Estábamos medio desnudos en plena calle, sudorientos y magullados, pero todos éramos felices. Habría dado igual perder, la cuestión era haber plantado cara. Aquel día nos sentimos un verdadero equipo, quizá por única vez en toda la temporada.
Mientras descendía por la Carretera de Murcia respondiendo las mil preguntas que me hacían mis hijas, mi enferma empatía no podía parar de pensar en aquel calentamiento infernal y en el bueno de Ángel. Sin duda, el Granada iba a perder, pero en la forma de hacerlo dependerían otras cosas en juego mucho más importantes que los tres puntos. Detrás de su portería estaba el orgullo de toda esa ciudad que se presentaba bajo nuestros pies. Aunque aquella mañana gris yo me borré de la portería, en esta ocasión pasara lo que pasara, estaría tras ella, junto a Ángel. Por suerte, el adolescente demostró el porqué está volviendo a estas horas a la ciudad con el primer equipo del Granada CF, y yo estoy en casa tecleando torpemente estas letras. Enhorabuena Ángel, ayer todos fuimos tú, pero tú fuiste todos nosotros juntos.