Nuestro antihéroe preferido
Tomé aquel balón desinflado de manos del portero. Acariciándolo, fui superando uno tras otro a todos mis rivales, a golpecitos cortos, flojitos, con clase. Un caño, un regate seco, un pollito (lambretta, creo que lo llaman ahora), un control de pecho y una preciosa volea que pasó rozando la piedra que representaba el poste de nuestra imaginaria portería. Aquel gol apenas representó uno más de los tropecientos que metimos aquella media mañana en el recreo, pero fue maravilloso. No fue el gol más importante en mi corta trayectoria hacia el profesionalismo del fútbol, pero seguro que fue uno de los más bellos que logré anotar jamás y, sin lugar a dudas, el más ‘maradoniano’ de todos.
Todos hemos soñado alguna vez con ser Maradona y aquella mañana fue cuando más cerca estuve de serlo. Las siguientes seguramente fueron saliendo de algún pub aupado por un par de amigos, en el instituto tras pelearme con el profesor de turno o dando alguna mala contestación a algún agente de la autoridad. Porque he de reconocerlo, al igual que Maradona, no me llevo bien con la autoridad. Dicen que los genios tienen eso de irreverente y Maradona, sin duda, lo tenía. Sin embargo, ni yo ni casi ninguno de los irreverentes de a pie tenemos nada de genio. Creo que básicamente proyectamos ese pensamiento sobre nuestras mediocres capacidades de mortales, porque es en ese aspecto en el único en el que nos creemos capaces de poder empatarles. Y a veces ni eso.
Quizá por ello, por representar el ejemplo a seguir de nuestros sueños y materializar nuestras pesadillas, Maradona sea tan querido. Porque si con el balón en los pies fue el reflejo del espejo en el que todos nos mirábamos, el héroe que todos quisimos ser; con su vida fue el reflejo que nos reporta cada mañana nuestro espejo de casa, el antihéroe que todos somos. Por eso nos sentimos tan cerca de él, por eso le perdonamos todos los pecados. Por eso Maradona siempre será nuestro antihéroe preferido.