Nuevas costumbres
Me levanto siempre a la misma hora, me afeito los domingos, bebo un vaso de refresco en el almuerzo, me tomo la penúltima a sabiendas de que no lo es, voy al fútbol cada quince días… Aunque me pese, he de reconocer que soy un animal de costumbres. Si por cualquier circunstancia no cumplo alguna, no me siento yo mismo. Y es que el filete al mediodía sin el vaso de Coca Cola no me sabe igual, tomarme la penúltima y volverme a casa me deja un regusto extraño, no ir al fútbol y dejar olvidado el abono entre los recibos del Primark me descoloca. Posiblemente sea cosa del adormitado instinto de supervivencia que aún sigue en mi parte animal, pero si falto a alguna rutina de forma periódica la cubro con alguna nueva necesidad, hasta convertirla en parte de mi ritual personal.
Normalmente, un día cualquiera de entresemana, salgo del trabajo a eso de las 15.30 y pongo rumbo directo a casa por el mismo camino de siempre. Lo hago a paso lento, mirando al suelo y arrastrando los pies. Cual ritual de desconexión entre dos mundos antagónicos. Lo hago tan a menudo y lo siento tan necesario que lo he convertido en costumbre. Una costumbre a la que falté el miércoles pasado, tenía cita para ponerme la vacuna de la gripe y tuve que salir precipitadamente de la oficina. Con el pinchazo en el brazo, puse rumbo de vuelta, directo a casa. El convoy iba lleno y a un ritmo desesperante. No me sentía al cien por cien yo, iba con medio cuerpo cortado y no era por la vacuna. Me sabía desubicado. En esas, visualicé por la ventanilla a un amigo de toda la vida. Iba a paso lento, pausado, arrastrando los pies y con los ojos fijos sobre el piso. Mientras observaba los balanceos de la bolsa del súper que colgaba de su brazo y por la que se dejaba entrever una botella de Coca-Cola, comprendí que mi amigo Jorge seguía su costumbre cual día cualquiera, totalmente ajeno a mis divagaciones existenciales. Y eso hizo que me invadiera una extraña sensación relajante, en mitad de aquel ambiente que me hacía sentir a pie cambiado.
Jorge es uno de los amigos con los que acudo al fútbol cada quince días. El más fiel de todos. Vamos juntos desde el último año del Granada en Tercera División. Una costumbre más, de esas que te permite saber de antemano lo que te espera. Siempre que llego a Los Cármenes tengo la certeza de que Jorge está entre la muchedumbre, en algún punto cercano a la puerta 5, tomándose una cerveza tranquilamente, con esa media sonrisa desconcertante del que siente segura la victoria, sea contra quien sea.
A la vez que el autobús aceleraba la marcha y la figura de mi amigo se hacía cada vez más pequeña, pensé en el último partido que presenciamos juntos, la semifinal de Copa del Rey frente el Athletic de Bilbao. Ganamos, como bien aseguraba Jorge pero quedamos eliminados como intuía yo. Después vino una pandemia mundial, que si bien nos ayudó a digerir la desolación granadinista también nos ha dejado sin poder ir al fútbol y con una costumbre menos. Entonces recaí en que, para que mi gen granadinista subsista, he reemplazado la costumbre de ir juntos al fútbol por una peregrinación solitaria a Los Cármenes. Cada jueves, tras dejar a mis hijas en el colegio, cruzo la avenida de Maracena y espero tranquilamente al metro. Con la mirada perdida dejo transcurrir el viaje de 30 minutos hasta el estadio. Me bajo pausado y dirijo mi tortuoso paso hasta las antiguas taquillas del fondo norte. Allí espero paciente la apertura de la tienda, para poder hacerme con la nueva bufanda que estiraré esa misma noche delante de la tele. Azul, blanca, celeste, roja, negra, verde… La última bufanda que compré fue en 2010, este año ya van seis. Nuevas costumbres. Cosas de la nueva normalidad.