Un empate a cero
La semana pasada, durante el puente de la Inmaculada, fue mi cumpleaños. Por suerte o por desgracia, el cumplir en festivo hace que el señalado día siempre sea rutinariamente diferente. Lo que antes era saltar de un brinco y preparar el sótano para que llegaran mis amigos, ahora es levantarme de forma sigilosa para no despertar a mis hijas y alargar la mañanera visita al baño buscándome en el reflejo del espejo. Y allí delante, con los ojos cada vez más hundidos y descubriendo nuevas canas, hago balance de la temporada que acaba de terminar y me marco nuevos objetivos para la venidera. No sé si las metas son cada vez más exigentes, pero de lo que estoy seguro es que están cada vez más vacías.
Asentado en la primera división de mi trayectoria laboral, la obligación me hace aspirar a puestos de UEFA sin saber si merece la pena el sacrificio. Configurado el equipo titular por el que pelearé por la estabilidad familiar, me replanteo si echaré en falta un fichaje bomba que cierre la plantilla. Un ahora o nunca. Una negociación de madrugada que haga revivir nuevos objetivos y que me haga salir a por la victoria.
Pero lo cierto es que hace tiempo que los regalos son a demanda, que la tarta es la preferida de mi hija mayor y que el festín a preparar es el que sigue la receta más sencilla. Que no hay revulsivos de banquillo ni sorpresas de última hora. Y es que, desde hace varias temporadas, soplo las velas con el mismo deseo: que nos quedemos como estamos. Amarrategui. Un 0 a 0. Un empate que me deja con la misma vida que tengo, pero con una jornada menos. Porque, aunque dentro de mí siga siendo ese niño que se levanta de la cama recreando un regate preciso o un pase imposible, el paso de los años y el digerir las desilusiones me hacen preferir un despeje en el tiempo de descuento. Ya apenas quiero recordar que en 10 segundos y con cuatro pases se puede crear el contragolpe más peligroso, el gol de la jornada, la remontada de nuestras vidas. Porque en la vida del modesto, ese balón soñado siempre acaba en la madera.
Entonces llegó la jugada de Jorge Molina, el único jugador de la plantilla que es mayor que yo, para golpear con la rabia de la edad el poste de Los Cármenes y hacerme recordar que el instante anterior a la decepción, lo es todo. Es levantarte de la cama de un brinco, verte bien en el espejo, abrir los regalos con ilusión, soplar las velas con más fuerza... Es anhelar la victoria. Que esos segundos antes del tiro al palo son el motor de la vida.