Nos falta humanidad

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La empatía es la chispa que enciende la llama de la solidaridad | Foto: Remitida
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La vida humana es un intrincado tapiz de experiencias, emociones, desafíos. Desde tiempos inmemoriales, los filósofos, escritores y pensadores han tratado de desentrañar lo que significa el hecho de ser humano. Pero en este puzle, hay algo que parece ser una constante en nuestra naturaleza. Y ese algo es la capacidad y la necesidad de ayudar a los demás. Estas dos facultades que en el ser humano se dan por hechas, no siempre relucen y brillan como debieran.

Aristóteles dijo una vez que el ser humano es un 'animal político' (en el sentido de social). No podemos vivir aislados, necesitamos de los demás para sobrevivir y prosperar. Las emociones juegan un papel crucial en nuestra condición humana. Sentimos alegría, tristeza, ira y amor. Pero, sobre todo, hay una que nos diferencia sustancialmente del resto de las especies, la empatía. Esa capacidad de ponernos en el lugar del otro, de sentir su dolor como si fuera nuestro, es lo que nos impulsa a ayudar. La empatía es la chispa que enciende la llama de la solidaridad. Y esa cualidad, que nos debería representar como humanos, engloba otras tantas como son la sensibilidad, la bondad y sobre todo la compasión hacia nuestros semejantes.

¿Y por qué les digo todo esto a modo de preámbulo o reflexión? Pues precisamente por intentar explicarme a mí mismo y a ustedes, llegado el caso, o intentar justificar lo injustificable de una situación vivida en primera persona hace unos días mientras practicaba uno de mis deportes favoritos.

Antes de pasar a desmenuzar la historia de lo ocurrido quisiera dejar clara una cosa: para el que les escribe, el hecho de ayudar al prójimo, más que una obligación es un privilegio. La sensación interna de satisfacción es enorme, por lo que lo considero un premio.

Hace unos días salía temprano de casa con mi bicicleta de montaña. Lo hago con frecuencia y más en esta época del año. Tenía previsto subir al pantano de Quéntar. Esta ruta es muy hermosa en cualquier mes para hacerla en bici. Su belleza es también directamente proporcional al número de ciclistas que la recorren en la estación veraniega. Somos multitud. En esta ocasión salí solo, sin compañía.

Al llegar al pueblo de Dúdar, en la subida hacia el pantano, y tras ser adelantado en varias ocasiones por algunos grupos de ciclistas, algunos de ellos con más de 10 integrantes, me topé con una imagen triste.

En el banco de la marquesina de una parada de autobús situada frente a la iglesia del pueblo yacía tumbado un hombre. Pasé de largo, pero algo me hizo dar la vuelta cuando había avanzado unos metros. La primera impresión fue que estaba sin vida, se lo digo con total sinceridad. Bajé de la bicicleta y me acerqué a él. Su aspecto era la de un indigente desahuciado por la sociedad. Estaba muy sucio y desaliñado. Observándolo más detenidamente daba la sensación de que no respiraba. Vi que sus pulmones no se inmutaban al ritmo lógico de la respiración. Le hablé para ver si reaccionaba y no lo hacía. Me alarmé.

En la acera de enfrente vi a dos señoras mayores, vecinas del pueblo. Crucé la carretera y les pregunté si llevaba mucho tiempo ahí este hombre y si sabían algo sobre él. Una de ellas me dijo, sollozando y casi llorando, que no lo conocían y que lo habían visto en esa misma postura desde hacía ya horas además de que nadie se había acercado a ver qué podía estar pasándole. Dejaba entrever su impotencia y su miedo.

Al verme parado junto a él y más por curiosidad que por ayudar, empezaron a detenerse ciclistas. Lástima que solo se asomaban un poco a la escena por curiosidad malsana y continuaban su camino. Nadie se ofreció a socorrer.

Con las mismas llamé al 112 avisando de lo que estaba pasando. Les repito a ustedes que mi impresión era la de que no vivía. Después de describirles la situación me dijeron que pasarían aviso a Guardia Civil y servicios médicos. No pude hacer más. Tras un tiempo esperando a que llegaran, continué mi camino de subida al pantano.

Al volver ya de bajada para Granada y una vez alcanzada mi meta, pasé de nuevo por el lugar de los hechos. Allí estaba la Guardia Civil y una ambulancia con el personal médico atendiendo a este hombre. Afortunadamente lo habían conseguido reanimar. Desconozco qué podía haberle sucedido. Posiblemente, y aventurándome mucho, podría ser un abuso excesivo de alcohol mezclado con las altas temperaturas, o quizás algo más grave.

Después de todo lo ocurrido tan solo se me pasaba por la cabeza una cosa. La tremenda falta de humanidad hacia nuestros semejantes. -Decenas de ciclistas han pasado antes que yo por delante de esta persona sin parar para ver si le pasaba algo o simplemente respiraba. No daba señales de vida. Quizás si hubiese sido un animal o mascota a lo mejor alguien se habría detenido -ese fue mi pensamiento sobre la bicicleta mientras volvía a Granada.

Mi enfado con la sociedad en general, en esos momentos, era mayúsculo. Ayudamos a gente de países pobres como Haití o de otros continentes. Apadrinamos a niños del Perú o de Sudamérica, muchas veces para acallar nuestra propia conciencia, y somos incapaces de ayudar al que tenemos al lado -pensaba una y otra vez. Con la ayuda del 112 y un par de señoras del pueblo se logró reanimar a este desheredado y pobre hombre, víctima de sí mismo y de la sociedad.

¿En qué nos estamos convirtiendo? A veces, pensamos que para ayudar necesitamos hacer grandes cosas, pero no es así. Los pequeños gestos cotidianos pueden tener un gran impacto.

Vivimos en una sociedad donde a veces el egoísmo y la indiferencia parecen dominar. Estamos tan ocupados con nuestras propias vidas que olvidamos mirar a nuestro alrededor. Sin embargo, es importante recordar que ayudar a los demás no solo beneficia a la persona que recibe la ayuda, sino también, y en última instancia, a nosotros mismos.

Ayudar al prójimo nos enriquece y nos da un propósito. Al fin y al cabo, somos todos pasajeros en este viaje llamado vida. Y aunque no podemos controlar todo lo que nos sucede, sí podemos elegir cómo respondemos y cómo tratamos a los demás. Nunca sabemos si los próximos en necesitar ayuda podemos ser nosotros mismos. Les deseo salud, solidaridad y un feliz otoño.







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