Papá, mamá: me voy a Londres
Salir de la zona de confort es sinónimo de crecimiento personal y de infinidad de cosas más
Verano del 2013, la crisis económica que más ha sufrido mi generación había entrado también en mi casa. Un solo sueldo para mantener a una familia de cuatro miembros, dos de ellos jóvenes que entran y salen y tienen mil planes por delante, mi hermano y yo.
La suerte de tener unos padres que nos han dado siempre cuanto han podido, aunque eso les supusiese a ellos privarse de algunas cosas muy básicas. No había trabajo. Cada vez más sitios cerrados. Todo muy triste, incluidas sus miradas cada mañana al despertar. Hacía un tiempo atrás que mi madre ya me andaba diciendo que llevaba en casa una vida de hotel: comía, me duchaba y, a veces, dormía allí.
-¡Ay, mami! Pues como todo el mundo de mi edad. ¿O es que acaso te crees que hago las cosas sola? No, mami, no, de verdad que no entiendo cómo te pones así. Hasta que lo fui entendiendo. Entendí que yo ya era lo suficientemente mayor como para aportar de alguna manera ante esa situación y que no lo estaba haciendo. Entendí y compartí la tristeza y el chasco que llevaba sintiendo ella bastante tiempo. Sé que fue un chasco y no una decepción porque creo que enmendé el error a tiempo.
Dos amigos míos, José y María, se habían ido a Londres meses atrás huyendo, como tantos españoles, de la situación tan extrema en la que se veía el país inmerso. Me contaban que, aunque los inicios fueron duros, al poco tiempo todo empezó a rodar. Ambos habían encontrado trabajo y vivían en la Zona uno, en una casa muy guay con personas de distintos lugares.
- Sobra una habitación, Claudia, si te plantearas venirte ya sabes que aquí tienes casa.
Y vaya que si me lo planteé. A mis padres se lo comuniqué cuando ya tenía la decisión tomada y el billete comprado. Recuerdo como si fuera ayer estar en el salón y decirles que se sentaran, que tenía que hablar con ellos.
- Me voy a Londres el mes que viene. Yo aquí no hago nada y solo os supongo un gasto.
- Claudia, no, por favor. ¿Te tienes que ir ahora que es cuando menos te podemos ayudar, hija?
Pude ver su alma en el suelo y la de mi padre también. Mi hermano, que estaba arriba seguro que viendo alguna película antigua, escuchó algo y bajó. Me dijo que ya era hora de quitarme los pajaritos de la cabeza, que adónde me creía que iba sin tener la más mínima idea de inglés. Nos encaramos. Nos enganchamos sin llegar a pegarnos fuerte, pero es la única pelea que hemos tenido de adultos y creo que la voy a recordar siempre, y él también. Rober se llama el chico con el que llevaba compartiendo mi vida algunos años. Con la decisión más que tomada y masticada, le pregunté si él vendría conmigo y no lo dudó ni un solo segundo.
Cuando quisimos darnos cuenta estábamos en el aeropuerto de Málaga acompañados de mis padres y los suyos, Nacho y Charo, dos de las personas con el alma más pura que he conocido jamás, a punto de subirnos a ese avión sin fecha de retorno. Mi madre no me soltó la mano en todo el camino y vi a mi padre llorar por segunda vez en mi vida cuando me abracé a él para despedirme.
Llegada a Londres
Allí estaban José y María. Qué inmenso todo, qué frio y qué gris. Cuánta vida de madrugada y qué distantes estos ingleses, oye. Por fin entramos a la que iba a ser nuestra casa. Una vivienda de 4 habitaciones donde conviviríamos con 8 personas más. Lo que era el salón, también hecho cuarto. Y una cocina que no tenía ni una mesa ni una silla. Nuestro dormitorio era individual (cama de 90) pero pagaríamos como si fuese una doble. Aun así, estábamos contentos.
Rober empezó a trabajar a los 3 días y yo a las 2 semanas. Perdí la cuenta de las veces que lloré al echarme a la calle a buscar trabajo creyendo que tenía una base de inglés y darme cuenta de que era una completa ignorante perdida entre las calles de una ciudad que, de momento, era demasiado “todo” para mí.
Me aconsejaron que fuera a la embajada española, que allí me darían ciertas pautas para encontrar trabajo más fácilmente. Salí de allí con una entrevista concertada. Acudí al restaurante dónde me habían citado. En pleno centro, justo detrás de Trafalgar Square, y enfrente del callejón Diagón de Harry Potter. Al llegar había una chica preciosa esperándome con una sonrisa que se le iba a salir de la cara. Es ucraniana y siempre me flipó su nombre, Olya. Era quién me iba a hacer la entrevista y quién gestionaría mis nervios como le viniera en gana.
No paraba de reírse y de mirarme fijamente a los ojos y al gorro rojo que llevaba. Hubo un momento de la entrevista dónde no supe contestar en inglés y le pregunté si podía usar el traductor. Volvió a reírse a carcajada limpia y yo lo interpreté como un no. - Vale Claudia, te acabas de cavar tu propia tumba en ese ataque de sinceridad. Ya puedes ir buscando otra cosa- me dije. Salí de allí entre avergonzada y tranquila.
No me había bajado del bus y ya me estaba llamando Olya para decirme que me habían cogido, pero que a cambio tenía que regalarle mi gorro. Jamás hubiese imaginado que montarme en ese avión fuese a suponer tantísimo. Que ese año fuera de casa me iba a hacer crecer tanto. Trabajé con muchas personas y todas, absolutamente todas, me aportaron algo. Hoy, 8 años después, algunos de esos vínculos siguen intactos. He olvidado algunos nombres, pero otros los recordaré de por vida.
Los ojos de Vir, sus lunares y su sensatez. El acento de Sandra y sus andares tan graciosos. Shaggy, mi rastafari, con su alma de oro y esa bondad tan brutal. Hace unos años vino a casa y no veo el momento de que vuelva. Hace otros tantos volvimos Pepe y yo a su casa de Londres y ojalá revivir cada uno de los segundos a su lado. Estrella, mi jefa. Valenciana afincada en Londres con cierta tendencia a enamorarse del 90% de los mulatos que haya a su alrededor.
Durante mi estancia en el restaurante siempre sentí que había algo que me impedía entrar a ese corazón tan precioso que ahora sé que tiene. Tenía la sensación de caerle mal y ella tampoco es que fuese santo de mi devoción. Pero su risa me hacía mucha gracia y para Navidad me regaló un diploma donde se refería a mi como la blanca con pelo de negra. Vamos, que tenía sentimientos encontrados. Cuando tomé la decisión de volverme a España nos sentamos a hablar y nos dimos un abrazo que, si cierro los ojos, aún puedo sentir su calor. Ahora que lo pienso, no hemos dejado nunca de tener contacto y siento que la quiero y conozco mucho más que cuando estaba allí Tiene pendiente regalarme un paseo entre leones, dice.
Y, para terminar, mis pilares allí, Ione y Dalila. Ione es la vasca más guapa que he visto en mi vida. Es capaz de gritar de enfado y reír a carcajada limpia en la misma frase. Y no sabéis como baila y cómo enamora. Tiene mis ojos color miel favoritos de este mundo. Fue mi casa, mis manos y mi cabeza en muchas ocasiones. Fue ese café del Nero en las escaleras de Trafalgar. Fue la culpable de todos mis ataques de risa. Mi media mitad. Y lo mejor de todo es que lo sigue siendo. No es normal lo que la echo de menos. Dalila es la chica negra con más flow que veréis jamás. Descendencia africana, pero nacida en Portugal. Habla más idiomas de los que existen y gracias a ella el inglés y yo acabamos manteniendo un romance bastante bonito. Con una mirada que acaricia y unos dedos que si empiezas a tocarlos no vas a poder parar. Escucharla hablar español es el mejor anti depresivo del mundo. Las dos han venido a verme y a diario cruzo los dedos por poder juntarnos las tres de nuevo.
Un año después de nuestra aventura inglesa, a Rober y a mi se nos acabó el amor y nos volvimos a España. Dejamos de ser pareja para convertirnos en lo que somos hoy, amigos. Amigos de los de verdad, de los que se escriben, se cuidan y se ven cuando pueden. Y qué genial. Ojalá todas las relaciones pudiesen acabar así. Londres fue, sin duda, una de las mejores decisiones de mi vida. También fue coger 9 kilos en menos de un año y comer burritos a diario. Salir de la zona de confort es sinónimo de crecimiento personal y de infinidad de cosas más. No es fácil, pero ¡Dios, cómo reconforta!