¿Por qué casi nadie silba ya?
La gente ya no silba por las calles ni apenas tararea canciones. Yo me acuerdo de cuando los albañiles ponían ladrillos, los mecánicos apretaban tuercas y los fontaneros arreglaban grifos silbando cualquier melodía o canción que se prestara, que eran todas. Las mujeres barrían las casas, ponían el puchero o regaban las macetas tarareando canciones de Manolo Escobar, Concha Piquer o Paquito Rodríguez. Hasta había actuaciones de grandes silbadores como Kurt Savoy, el rey del silbido, que imitábamos todos aquellos que no sabíamos la letra de una canción pero sí la música. Los niños aprendíamos a chiflar antes incluso que hablar y los mayores siempre estaban dispuestos a arrancarse por bulerías en cualquier tasca. Había tanto superávit de alegría que en muchas tabernas se tuvieron que poner aquellos carteles famosos que decían: “Se prohíbe el cante”. Alguna mano misteriosa ponía por debajo: “malo”. ¡Había tantas ganas de cantar que hasta lo prohibían!
Ahora el único ruido que se oye por las calles es el de los motores de los coches y los dueños de los bares no verían mal que de vez en cuando alguien se arrancara a cantar para transmitir a la clientela esa alegría que hemos perdido. Hace años se puso de moda los ‘karaookes’, locales especializados en hacer a los clientes que canten. Lo tienen montado como un atractivo más para el negocio porque han advertido que la gente ya no se desahoga cantando en la ducha.
El motivo por el que se nos está olvidando esta práctica, otrora tan frecuente, no lo sé. Seguramente mucho tiene que ver con el aumento de las preocupaciones que la sociedad impone. Puede también tener la culpa la insatisfacción permanente del hombre y la constatación diaria de que hay muchos problemas humanos en el mundo que resolver. ¡Pero antes había más problemas de subsistencia y sin embargo se silbaba!, podrá exclamar alguien. Y es verdad. Pero ahora tenemos todos los días imágenes en los telediarios de campos de refugiados con niños hambrientos, de inmigrantes que se ahogan antes de llegar a la orilla o de personas que sufren por las guerras que todavía hay planteadas en este planeta. Ahora vemos el sufrimiento más de cerca y seguramente por eso creemos que es inmoral estar contento. Si después de ver en un telediario sacar cadáveres de un edificio destruido por una bomba o contemplare el aquelarre planteado en Cataluña uno sale de su casa silbando, corre el riesgo de ser tomado por un loco o por un inconsciente. O lo que es peor, por un gilipollas.