“Un rosquillo de mi Juan Carlos”

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Dulces para Juan Carlos en Navidad | Foto: GD
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Se fue como una señora. Dejó esta vida como una gran mujer. Hasta para eso hay que tener clase y estilo.

Hay momentos en la vida en los que el cuerpo se desgasta y la esperanza terrenal parece desvanecerse, momentos en los que se apodera de nosotros una falta de fuerzas, de ilusión. Cuando la enfermedad hace una muesca más en nuestra ya debilitada resistencia, hay quien encuentra en sus creencias religiosas una fuente inagotable de fortaleza, consuelo y propósito, alejado todo ello, de cualquier atisbo de rendición.

Ella era una de esas almas excepcionales que abrazaron su fe con una determinación y serenidad que iluminaban y contagiaban a los que estaban a su lado. Su ejemplo es un testimonio vivo de cómo la espiritualidad puede ser un ancla para navegar en los mares tempestuosos de la enfermedad y un faro que guía hacia el misterio de la muerte.

No era para ella la enfermedad un castigo ni un sufrimiento inexplicable. Lo hacía presente cuando nos decía “esto es lo que tengo para mí y debo de aceptarlo, Jesucristo sufrió mucho más en la cruz”. Y lo pensaba y transmitía con una serenidad que sorprendía incluso a los más escépticos.

La muerte no fue para ella un enemigo que debía ser derrotado a toda costa, sino un umbral que debía cruzarse con dignidad y serenidad. A lo largo de su enfermedad, dejó claro que deseaba una despedida que respetara su fe y sus valores, pero también que protegiera a quienes la amaban de un sufrimiento innecesario. Tenía un carácter inquebrantable, bañado por una claridad de ideas digna tan solo de aquellos que saben con seguridad el camino a seguir, pero mezclado, a la vez, con un sentido del humor picarón. Estaba llena de contrastes. Me quería, como quería a todos los que la rodeaban. Yo también a ella.

Nos dejó mucho más que recuerdos. Dejó un ejemplo de cómo la fe puede ser un motor transformador incluso en circunstancias adversas. Su vida y su partida nos enseñaron que la fortaleza espiritual no solo ayuda a quien la posee, sino que también inspira y consuela a quienes están alrededor. Y nunca nada más cierto.

Vivió sus últimos años como un camino de fe y la muerte como una transición hacia un gran abrazo con Dios. Tan aceptado tenía el final que lo afrontó sin temor alguno. Y en esa aceptación encontró el momento y la oportunidad de prepararse espiritualmente y prepararnos también a quienes nos quedábamos atrás. Nos enseñó y dejó a todos la certeza de que la vida, incluso en sus momentos más frágiles, tiene un propósito cuando está iluminada por la esperanza.

Pero no solo vivió con fe, sino que la convirtió en el eje de su existencia, una brújula que la guio en cada decisión, en cada gesto, en cada palabra. Y era en esa confianza donde encontraba la fuerza para enfrentar lo que otros veían, con admiración suprema, como insuperable.

Y llegados a este punto de una vida, cuán importante es tener a alguien a modo de bastón que con cariño y dedicación te cuide y, aún más, te mime. Hoy en día, cuando la enfermedad y la vejez asoman mostrándonos ya casi la puerta de salida, cuando “aparcamos” a nuestros mayores o enfermos irreversibles en residencias o los dejamos a la atención de cuidadoras o personas extrañas y de compañía, cobra una importancia relevante la familia. Ella tuvo la gran suerte de tener unas hermanas que se entregaron a su cuidado con abnegación, cariño y humor. Y todo ello para hacer que ella se sintiera cuidada, pero sobre todo querida y nunca una carga. “Qué de bueno habré hecho yo para que mis hermanas se porten así de bien conmigo” -solía decir.

La pequeña y humilde casa donde residía tenía magia. Nunca te marchabas de allí sin una sonrisa. Allí no había nadie enfermo. Allí se respiraba gratitud, agradecimiento, bondad, serenidad, risas y amor, mucho amor.

A mediados de este pasado mes de noviembre, tuvo que ser ingresada y operada por una rotura de fémur. No había sufrido ninguna caída que hiciera sospechar la causa de esa fractura. Era, simple y llanamente, una manifestación más de un deterioro interno producido por la enfermedad, pero a la vez falseado por el buen aspecto exterior de que gozaba. Ella siempre estuvo consciente plenamente y con ánimos. Fue operada con éxito, aun con las limitaciones propias de una prolongada enfermedad.

A modo de premonición y sin poder imaginar el fatal desenlace, 2 días después de ser intervenida, fui al hospital a visitarla. Mi visita fue, sin yo quererlo ni saberlo, una despedida anticipada. Me marché dándole dos besos, con una sonrisa y diciéndole que nos veríamos ya en casa cuando fuese dada de alta. Ese anhelo no pudo verse cumplido.

Metidos ya en el otoño y casi a las puertas de la Navidad, todos los años, solía llevarle al pueblo, a ella y a sus hermanas, una caja de rosquillos de anís que le encantaban. Esta Navidad pasada no fue una excepción. Para ella no eran unos rosquillos cualquiera, para ella eran de los mejores que había probado nunca. A mí me ilusionaba especialmente verla disfrutar de ellos.

A las pocas horas de morir, me dijo una de sus hermanas que el último deseo o petición en vida que hizo, apenas una o dos horas antes del triste desenlace fue: “Cuando vuelvas a verme tráeme un rosquillo de mi Juan Carlos”.

Sabiendo lo mucho que los celebraba cuando se los llevaba y pensando en ello, me embargaron muchas emociones con los efectos secundarios propios de las mismas. El hecho de que me tuviera presente con un detalle -el rosquillo- aparentemente tan banal como ese, significó mucho para mí. El que fuese poco antes de morir aún le confiere mayor sentido y sentimiento.

Tuvo tiempo de despedirse de mucha gente, incluso enviando mensajes de WhatsApp muy poco antes de dejar esta vida. Díganme ustedes si eso es propio de alguien que sabe que su destino está muy cerca y es definitivo. ¿Qué calma, qué serenidad hacen falta para despedirse así?.

Ahora, al recordarla, soy plenamente consciente de que la fe no elimina el dolor, pero lo redime; no evita la muerte, pero nos da el coraje para aceptarla como parte de un viaje más amplio. Su experiencia es un recordatorio de que el sufrimiento y la muerte, aunque inevitables, pueden ser enfrentados con dignidad, propósito y fe.

San Juan de la Cruz decía: "Al atardecer de la vida, te examinarán en el amor". Si ese es el criterio, no me cabe duda de que ella pasó la prueba con honores.

Les estoy hablando de Carmen, una prima del que les escribe, que fue algo más que una prima. Fue un pilar, un ejemplo constante de fortaleza. Cuando su salud se deterioraba, en lugar de quejarse, nos recibía con una sonrisa y palabras de ánimo. Decía: “Estoy en las manos de Dios, y estoy tranquila”. Y lo decía con una convicción que desarmaba cualquier intento de negación o tristeza desbordada.

Los que nos quedamos aquí seguiremos comiéndonos, en su recuerdo, esos rosquillos que tanto le gustaban. Ahora ya es imposible comerse uno sin acordarse de ella.

“Morir es apagarse, pero no del todo, algo queda. La memoria de lo vivido, la huella de lo amado, la semilla de lo eterno”. Sabias palabras de D. Miguel de Unamuno en su obra “Del sentimiento trágico de la vida”.

In memorian.







Comentarios

3 comentarios en ““Un rosquillo de mi Juan Carlos”

  1. Precioso y cierto artículo,y como siempre muy bien redactado

  2. Que elocuente y emotivo panegírico, con que maestría catalizas las emociones, quienes no conocimos a tu prima nos hemos hecho una idea de lo gran persona que era gracias a ti. In memoriam

  3. El Sr. Uribe, nos presenta de una forma en cierto modo simpática, uno de esos temas que vamos aparcando a lo largo de nuestra vida, la vejez, el deterioro de la salud, incluso algo tan natural como es la muerte al final de nuestros días.
    Depende de nosotros mismos, de nuestro entorno, de nuestra cultura, desde el punto de vista de la fé incluso, como enfocar algo que es al fin de cuentas tan normal, como es aceptar y abandonar el mundo de los vivos recordando los roquillos de Juan Carlos.
    ¡Feliz fin de año y salud a todos para el que viene!

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