El viejo enigmático

Camino de Ronda en Granada
Dos ancianos sentados en un banco de Granada | Foto: Antonio L. Juárez / Archivo GD

La primera vez que le vi fue en la Plaza de Santo Domingo. Él se encontraba apoyado en una de las columnas del pórtico y miraba absorto hacia el suelo, quizá hacia su propio zapato. Vestía un conjunto que parecía un uniforme de escolar. Su piel marmolada se destacaba, pese a la distancia, atravesada por finas arrugas que, como grietas, marcaban los pómulos y la frente. Pensé que era un niño que tenía algo de viejo. Andaba como ensimismado. Le vi tomar la calle de la Carnicería y, pasado un rato, volver a donde estábamos para caminar hacia San Matías y regresar minutos después para ocupar su sitio, nuevamente, a la sombra del pórtico. Era como si no le hubieran enseñado a pasear, o bien, como si quisiera dar a entender que no sabía hacerlo, o como si pretendiera revelar que el paseo es realmente una actividad vana, que nunca se puede ir a hasta donde se quiere y que siempre nos obligamos a volver.

Nos encontramos de nuevo en un día de domingo. Estaba sentado al lado de la Madraza. Tenía sobre sus rodillas un libro grueso de color verde. Situado frente a la entrada de la Capilla Real, sólo levantaba el rostro para observar a las familias que acudían a la misa. No leía. Pasaban y las miraba detenidamente. Cuando entraban, él asentía con la cabeza, como aprobando su formalidad. Me pregunté si acaso les envidiaba, que si estaba allí era porque el hombre poseía un corazón católico y quería asistir, pero temía la afrenta; ser un objeto de cuchicheo y de señalamiento por acudir solo, y con esa ropa infantil. Me percaté de que el libro que portaba era en realidad una Biblia. Una Biblia barata, con letras doradas de poco gusto y un cristo redentor en la portada. Cogiéndola, una vez cerraron la puerta de la Capilla, se marchó. Entonces pude haberle seguido, y preguntarle. Pero, ¿el qué? Ocupé su lugar hasta que la misa hubo acabado y la capilla se vació.

En otra ocasión, lo vi subiendo la calle Reyes Católicos. Había comenzado, repentinamente, una tormenta. Llovía. Nadie llevaba paraguas, por lo que la gente aprovechaba para entrar en una tienda, o para tomar un café y algo de merendar. A mediodía había hecho sol. A él, no le parecía importar mojarse. Andaba con la cabeza gacha. Sentí que no aguantaría mucho más caminando en la misma dirección. Observé que se paraba en el kiosco de Plaza Nueva y que, tras comprar una revista dedicada a la ciudad, comenzaba una charla con el vendedor. Acercándome, oí al último que decía que, desde el levantamiento de la medida que obligaba a los comercios a cerrar a las seis de la tarde, la gente no compraba; que era como si nos hubiéramos acostumbrado; integrando ese horario anterior, no optimizándonos al nuevo. “Ni me había enterado. Desde luego, estamos todos con jet-lag”, bromeó el viejo. Aquello era realmente una putada porque se compraba mucho menos. Esos ingresos, sencillamente, se perdían. “Yo creo que después de comer nadie quiere salir. Que nunca se ha querido. Estamos todos cansados. Lo que pasa es que ahora tienen esa excusa y les vale. Nos vale. Aunque no creo que eso dure mucho tiempo”. Al kiosquero no pareció sentarle muy bien la respuesta. Se bajó la mascarilla, y como si fingiera estar pensando en qué responder, se encendió un cigarrillo. El viejo cogió la revista, sujetándola con las dos manos como si pesara. Giró hacia el Paseo de los Tristes y yo le perdí de vista.

Durante los días siguientes pensé en el viejo. ¿Por qué no había entrado en la Capilla Real si llevaba una Biblia? ¿Por qué caminaba en círculos? Quizá era un hombre de naturaleza quijotesca, que delegaba el rumbo a sus piernas como el manchego a Rocinante -de ahí que siempre acabara regresando a su punto de partida-, y que además, vivía solo, como viudo o divorciado. O, a lo mejor, su piel blanquecina refería a lo que de mocedad tienen los enamorados, y que, por tanto, no trataba más que de provocar un encuentro y de verse con la persona requerida. Por último, pudiera ser que ambas hipótesis fueran verdaderas y, a la vez, falsas. Quiero decir, que el único sentido de sus paseos sea el de la rememoración, que yo no pueda ni deba tratar de interpretarle, tampoco de buscarle explicación a lo que veía, pues el viejo paseaba en la intimidad de su memoria. Y que, por tanto, el asunto no me incumbe, ni la pregunta es pertinente. Esto ya lo intuyo, aunque, por su respuesta, nunca lo podré saber con seguridad. “Sí”, me dijo, “váyase a la mierda, joven”.